CARLOS ALBERTO MONTANER
Donald Trump quisiera inmigrantes noruegos. Gente rubia, alta, ordenada, laboriosa, educada y limpia. Gente exitosa con quienes comparte rasgos físicos y ciertos comportamientos. Pero lo probable es que no tenga éxito. Hoy los noruegos poseen un nivel de vida más alto que el estadounidense y encuentran que en su país democrático, libre y pacífico abundan las oportunidades de mejorar con el propio esfuerzo. No tienen por qué emigrar. A casi nadie le gusta marcharse a lo desconocido.
En cambio, el destino (o la geografía, que es casi lo mismo), le ha deparado a Trump inmigrantes mexicanos, brasileños, guatemaltecos, cubanos, puertorriqueños, dominicanos, hondureños, haitianos, colombianos y –últimamente– venezolanos, y otros shitty people que huyen de sus fallidas sociedades en busca de seguridad y progreso. (Shitty people, “gente de mierda”, es el término denigratorio e injusto que ha puesto en circulación el propio presidente de Estados Unidos en una conversación supuestamente privada).
En realidad, dos tercios de la población mundial están mucho más cerca de los shitty people que de los noruegos. Una laxa descripción de las sociedades de la India, Pakistán, Filipinas, Indonesia, China, las naciones árabes y subsaharianas, una parte de Europa, Rusia y América Latina, provocarían en Trump la misma ofensiva definición que usó para referirse a salvadoreños, haitianos y africanos.
En todo caso, es absurdo pensar que la solución a los problemas está en la homogeneidad social. Contar con una sola raza, una sola religión, un solo idioma sólo nos garantiza el aburrimiento, la monotonía y el atropello. Por ese camino se llega al nazismo y al exterminio de las personas diferentes. El mensaje glorioso de las ideas republicanas y de las monarquías parlamentarias es que la diversidad no sólo es inevitable: resulta, además, muy conveniente.