María Fals
La autora es crítica de arte
Francisco de Goya y Lucientes (1746-1828) es luz y sombra, erotismo, alegría, frivolidad de cartones para tapices, majas en el balcón de una iglesia, una lechera esperando un milagro, horror de muerte e inframundo. Su obra sigue siendo espejo de todos los rostros y de todas las miradas.
Dedicaré este artículo a sus pinturas negras, hijas de una época tan oscura como los colores que la pueblan. Estas fueron catorce obras, tal vez quince, realizadas entre 1820 y 1823 en una quinta en las afueras de Madrid. Fueron realizadas en óleo sobre escayola y distribuidas en las paredes de la primera y segunda plantas de la casa. Son también catarsis y espanto; en ellas lo intertextual nos vincula con la mitología grecorromana y con las concepciones religiosas a través de la reinterpretación subjetiva y simbólica del artista.
¿Qué Goya es el que crea y recrea estos universos tan misteriosos y doloridos? ¿Qué angustias propias y ajenas lo llevaron a poblar su casa de brujas, de viejos, de parcas y de un Saturno que todo lo devora y de un perro que trata de buscar el cielo con su mirada?
Es el Francisco heredero de las vivencias bélicas de la Guerra Franco Española (1808-1814), es el que ama a Dios, pero rechaza el fanatismo y la ignorancia, que admira la búsqueda de la razón de la Ilustración y las de “Igualdad, Libertad y fraternidad” de la Revolución Francesa y, sin embargo, las vio convertirse en las destructoras de su pueblo español, arrasado por las tropas napoleónicas. Es el Lucientes que recreó los empalamientos, las batallas, la muerte y la destrucción y a una muchacha disparando un cañón para salvar a su Patria. Sus ojos que tanto vieron ya lo observan todo del color de la desgracia.
Por eso puebla, contradictoriamente, los rincones de la casa donde busca la paz con temas terribles que ya forman parte de su cosmogonía personal. En el primer piso coloca vestida de luto a “La Leocadia”, su ama de llaves, que las malas lenguas consideran su amante, encima del dintel de la puerta pinta unos viejos tomando sopa, expresión de su propia avanzada edad, de su sordera, de su cansancio vital y, a la vez, de su plenitud artística.
En las grandes paredes de ese piso destaca el “Aquelarre” con sus brujas derretidas de ojos espantosos, con su macho cabrío donde se sintetiza todo el mal del universo. Frente a esta visión alargada del horror, ubicó “La romería de San Isidro”, símbolo del oscurantismo y el retorcimiento de la fe adulterada, de la falta de amor y de perdón.
En ella, largas narices, bocas abiertas en cantos inaudibles nos asolan, miradas perdidas nos cercan. En la romería aparece una cara que recuerda a la del hombre de blanca camisa que era asesinado en su pintura de los fusilamientos del 3 de mayo de 1808. Y entonces la perspectiva se alarga, se extiende, se hace infinitamente oblicua y converge con el fin de todas las cosas.
El” Saturno devorando a su hijo” nos asola, pequeño y deslumbrante desde un rincón, su boca enorme de caníbal devora su propia semilla, es el tiempo que todo lo destruye o la representación de la autodestrucción humana.
En la planta baja también se encuentran “Los dos viejos”, de figuras alargadas, el que está adelante se apoya digno en un bastón, el de atrás está gritando y es una figura desagradable, similar a la de los frailes que recreó en sus grabados. Su “Judith y Holofernes” cierra el conjunto, anunciando a las “Mujeres” de De Kooning.
En la planta alta espera “El duelo a garrotazos”, la violencia sin sentido de dos peones del ajedrez de la guerra, dos víctimas del odio que se golpean mutuamente a cambio de nada. Allí también Cloto, Laquesis y Átropos, “Las Parcas”, que flotantes sobre el bosque de la felicidad, cortan los hilos de las cortas vidas sin compasión.
“Un perro” nos espera a la vera de la puerta, para calmar su sed, para salir del profundo espacio en que se hunde lentamente, ¿será la lealdad? ¿será la esperanza? De pronto nos asalta su “Visión fantástica (Asmodea)”: dos figuras huyen sobre un campo de guerra, las salva su altura, nos señalan los muros de salvación del castillo lejano de sus sueños, mientras siguen su ruta para escapar de las miserias humanas.
“La procesión del Santo Oficio”, con figuras de cabezas cubiertas, nos conmueve. Es una marcha penitente donde se destacan claramente dos grupos de personajes, la asimetría de la composición, el espacio vacío de fondo en su costado izquierdo revela la osadía del pintor.
Cierran el bizarro conjunto de la segunda planta “Hombres leyendo” y “Mujeres riendo”. El primero tal vez hace referencia a sus lecturas políticas en círculos secretos, tres personajes se destacan en primer plano, los otros están más alejados y uno de ellos mira hacia arriba, quizás en busca de todas las respuestas que no puede encontrar en el texto. El segundo, representa a dos mujeres riéndose de un hombre. Solo la del centro ríe, mientras la otra se mantiene con expresión tranquila.
Símbolos, alegorías, visiones, conversaciones con las paredes mudas de un Goya casi enloquecido que quiere rebelarse ante tanto mal, todo esto son las pinturas negras, un multiverso donde sentir y vivir la angustia de un ser humano que trascendió las épocas y los estilos, sentando las bases del Expresionismo y del Surrealismo del siglo XX.
Estas pinturas, desmontadas en 1874 de las paredes que le dieron cobijo y donadas al estado español en 1881, se conservan en lienzos en una sala del Museo del Prado. De la Quinta del Sordo solo queda el recuerdo y remotas fotografías casi desvanecidas, pero el nombre de Goya y su obra en general siguen vigentes a través de su genio trascendente que logró representar en sus creaciones artísticas lo mejor y lo peor de la condición humana.