Washington, –
Jacqueline Kennedy (1929-1994) fue una de las mujeres icónicas de Estados Unidos, una figura emblemática en la historia del siglo XX, al tiempo que una destacada vecina de Washington, la capital del poder que no olvida su paso y el de su marido por la ciudad, justo cuando se cumplen 25 años de su muerte.
Los pocos vecinos que son nativos de Washington, los verdaderos washingtonianos que han vivido en esta agitada metrópoli de idas y venidas, recuerdan los años en los que los Kennedy hicieron de las calles llenas de oficinas, medidas de seguridad y gente trajeada un centro del glamur, disfrute de la vida y meca de «bon vivants».
Una de esas mecas sigue atrayendo visitas cada día, «Martin’s Tavern», el lugar donde el presidente John F. Kennedy (1961-1963) pidió matrimonio a Jacqueline durante una cena el 24 de junio de 1953.
Ella trabajaba por entonces como periodista para un medio de Washington y acababa de llegar de cubrir la coronación de la reina de Inglaterra, Isabel II.
La taberna, abierta en 1933 justo cuando se puso fin a la «ley seca», era el lugar favorito de John, quien vivía unas manzanas más allá del local cuando aún era congresista.
Hoy, más de 50 años después de esa cena, miles de turistas llegan cada año para sentarse en la mesa donde se prometieron los novios.
Con bancos de madera y lámparas de vidrio, el tiempo se ha congelado en este lugar, que presume con placas y fotografías de haber sido el escenario en el que se gestó uno de los matrimonios que más inspiró a EE.UU.
«Muchas parejas vienen aquí a prometerse. Llaman para reservar y avanzan que pedirán matrimonio. A veces preguntan por una cena romántica a las 19:00 y yo les digo que no pueden a esa hora porque ya está reservada por otra pareja», cuenta a Efe Chrissy, una de las gerentes del local.
En ese rincón han cenado varias generaciones de los Kennedy: su hija Caroline, en 2009 y 2010, y su nieto Jack, en 2016.
«Estamos esperando la cuarta» generación, comenta Chrissy, quien muestra el establecimiento con orgullo y retiene en su mente con precisión suiza todas las fechas.
Dos mesas a la derecha se encuentra la esquina en la que John se sentaba cuando iba solo a la taberna, todos los domingos; una rutina que repitió para escribir su discurso de investidura como nuevo presidente.
En la misma calle del acomodado barrio de Georgetown, la N, vivieron Jacqueline y John durante la campaña presidencial, en el número 3307.
La casa, victoriana pero con cierto gusto afrancesado -contraventanas de madera, maceteros en la puerta-, es una buena muestra del estilo europeo y gusto impecable con el que se asoció a Jacqueline, licenciada en literatura francesa por la Universidad de George Washington.
Los apasionados, o sencillamente curiosos, por los Kennedy recorren en un tour las propiedades que ocuparon en Washington, aparte de la archiconocida Casa Blanca.
Un turista que fotografía la puerta de una de sus viviendas se dirige después a la iglesia Holy Trinity (Santa Trinidad), la más antigua de todo Washington y a la que acudía la pareja.
Una placa «in memoriam», ubicada en la entrada, recuerda a todos los fieles que fue el lugar en el que John asistió a misa por última vez en la capital antes de su trágico asesinato.
Con la muerte de su marido la vida de Jacqueline cambió.
La casa que ocupó la viuda se ubica a tan solo unos metros de la primera en la que residió la pareja, en la misma calle N de Georgetown: Una mansión de ladrillo construida en los tiempos de la revolución, en 1794.
Jacqueline vivió aquí tan solo un año. Por seguridad el Gobierno estadounidense pidió que abandonará la vivienda y se mudó a Nueva York.
La mansión hace poco tiempo que estaba en venta por unos 9 millones de dólares. Es considerada, además, un emblema nacional por «su significado al conmemorar la historia de Estados Unidos», indica una discreta placa a los turistas.
«Acá llegan muchos curiosos, se paran hacen fotos…», comenta un jardinero que poda unos arbustos frente a la vivienda.
Otro sitio ante el que se paran los visitantes es la tumba de Jacqueline, junto a la de su marido, en uno de los espacios más destacados del Cementerio Nacional de Arlington.
Una llama eterna rinde honor a una personalidad que sigue inspirando a artistas, vecinos y viajeros y que ni Washington, ni EE.UU., ni probablemente el resto del mundo quieren olvidar.
EFE