Petra Saviñón Ferreras
Las muertes trágicas sacuden al país, destrozan familias, aumentan la orfandad, la pobreza y su progresivo incremento nos ha sumido en una indiferencia peligrosa. Esas desventuras de comunes poco impactan ya.
Quizás porque nos hemos colocado una coraza para evitar que la bruma nos doblegue, tal vez porque estamos tan seguros de que solo les pasará a otros.
Los accidentes de tránsito deshacen tantas vidas, que los fines de semana ya vemos como normal las reseñas que los recogen y sin tiempo ni ganas para analizar las causas seguimos de largo.
Porque ocupar las manos en el teléfono y el volante solo trae desgracias a los menos inteligentes o a lo mejor porque con o sin cinturón el que va a morir muere como quiera.
Así caemos en ese estado de dejadez frente a tanto dolor, a tanta sangre ajena, derramada por los suicidios, los asaltos, la violencia doméstica, las violaciones sexuales que laceran el honor y la vida de tantos seres humanos, en su mayoría menores de edad, las víctimas más indefensas.
Poco a poco tantas atrocidades nos anestesian, nos roban la capacidad de elevar la voz para preguntar qué es lo que lleva a una sociedad a caer en ese pozo y qué la hará salir.
¿Acaso es que llegamos a la conclusión de que es mejor ignorar la marcha de esas desgracias, bloquearnos para evitar más sufrimiento porque cada quien tiene cruz que cargar?
Las razones podrían ser disimiles pero lo cierto es que no estamos exentos de que el paso agigantado de esas calamidades nos las ponga enfrente y ojalá que podamos reaccionar antes de que nos aplasten.