María Fals
M.A. Crítica e Historiadora del Arte
Hace más de 30 mil años surgió una forma especial de conocimiento, una expresión de la naturaleza humana llamada arte. Nace para propiciar la caza, para alejar los malos espíritus, para calmar el hambre, para danzar, para imitar el sonido del viento y de los animales a través de una flauta de hueso y para representar la vida, las esperanzas y la fe.
En sus orígenes estuvo la expresión artística vinculada a la espiritualidad, a la magia, a la sublimación de las experiencias. Poco a poco la captación realista de las figuras de los animales va siendo sustituida por lo estilizado y luego por lo abstracto, avanzando las representaciones gráficas hacia los símbolos escritos.
Surgieron de esta manera los pictogramas, la escritura ideográfica que relacionaron imagen con idea, estableciéndose la relación entre el pensamiento y la palabra escrita en sumeria hace alrededor de 6000 años. Sin embargo, allí se mantuvieron las representaciones pictóricas, se desarrolló la cerámica vidriada y se construyeron los primeros arcos que dieron paso a la arquitectura dinámica.
Egipto a su vez, poseyó un arte que respondió a una concepción teocrática. Su rigidez y convencionalismo fue suavizado cuando los temas abarcan la vida cotidiana de las personas comunes. Las pirámides escalonadas del Imperio Antiguo dan paso a las tumbas hipogeas, las columnas monumentales sostienen los templos e imitan palmas, papiros y lotos en una muestra de respeto a la naturaleza como fuente y origen de todas las cosas.
La China mientras tanto desarrolló cerámicas y bronces, en los que la eterna vinculación entre el ying y el yang fue expresada en grillos, dragones de fuego y pinturas etéreas, muchas veces asimétricas, que combinan escenas con una hermosa caligrafía. La India Antigua, entre tanto, con su cultura Harappa, asentada a la orilla del Indo, trazó planos de damero, construyó edificios, alcantarillas, palacios, sellos y un arte lleno de belleza y utilidad.
En el segundo milenio se desarrolla el arte cretense con sus palacios de plano irregular, cuya techumbre estuvo sostenida por rojas columnas de capiteles redondos, más anchas arriba que abajo, mientras sus muros cargaban pinturas de toros, personas y de animales marinos. Micenas, alrededor del siglo XIV a.c., se convirtió en heredera de los aportes artísticos y culturales de Creta y construyó el megarón, antecedente del tempo griego clásico y tumbas de plano circular.
La Grecia arcaica, clásica y helenística, aún hoy plenas de vigencia en la cultura occidental, aportaron los órdenes clásicos jónico, dórico, corintio, la búsqueda de la belleza ideal como expresión de lo antropocéntrico y más tarde la expresión de un realismo naturalista que quería mostrar la vida humana en toda su verdad.
Roma entretanto, rondaba el mundo helénico, conquistando poco a poco el Mare Nostrum, ese Mar Mediterráneo en el que estableció las reglas de su cultura y su imperio. Con sus órdenes toscano y compuesto, modificaron elementos de los modelos griegos, crearon edificios más ligeros y amplios que permitieron albergar un alto número de seres humanos: el Coliseo, las Termas, el Panteón son reflejo del hedonismo, la fiereza y el sistema de creencias de la Antigua Roma.
Luego del Apocalipsis del siglo V la Edad Media llega a Europa. Surge el llamado prerrománico que ya a partir del siglo VIII revive la arquitectura pétrea a través de edificios pesados y oscuros de carácter religioso que conllevan más tarde al surgimiento del arte románico en el que se trata de imitar la arquitectura de arcos y bóvedas desarrollada en la ya nombrada Roma Antigua.
La luz se abre camino más adelante en los ventanales del Gótico, los muros se aligeran, las alzadas crecen, las gárgolas alejan lo lúgubre y el mundo se abre a nuevas verdades. Los arcos ojivales apuntan al cielo, mientras los arbotantes contribuyen al sostén de las edificaciones. Una virgen dama muestra el seno, sonríe al niño en su regazo y el arte vuelve a lo humano a través de lo divino.
Entre tanto, en el imperio bizantino los arcos se agigantan y las pechinas sostienen de forma sorprendente grandes y preciosas cúpulas. Los mosaicos representan las costumbres de un arte que unifica lo cortesano y lo religioso, santificando reyes. Los árabes, herederos de Roma, multiplican los arcos, los recrean en lóbulos, en herraduras y los vuelven carpaneles. Con su entramado geométrico desarrollan lo abstracto cuando su religión los lleva a captar solo la esencia de lo divino.
Más allá, hacia el Sur, en África, la cultura Nok elabora cabezas de reyes y de dioses, la escultura en madera nos dice que un antílope puede ser un dios y los dogones nos hablan de la importancia del amor y de la fertilidad, del surgimiento del universo creado por Amma y de cómo dos senos pueden salvar la cosecha encerrada en un granero. Los bronces de Benin y de Nigeria representan a sus reyes y reinas, con un realismo extraordinario cargado de belleza.
En América desde el mil doscientos a.c., e incluso desde antes con la cultura Caral, las plataformas superpuestas llevaron al desarrollo de las pirámides escalonadas. En Chavín de Huántar, las cabezas clavas y los lanzones de piedra son un ejemplo del gran avance del arte en América Precolombina. Los olmecas al mismo tiempo traían desde lejos piedras enormes para tallar en ellas los rostros venerados o representar al Dios Jaguar que recorría sus tierras. Entretanto, Teotihuacán conocía al sol, a la luna, a la serpiente emplumada y pintaba sus muros estableciendo un puente con los aztecas. Los mayas creaban sus arcos parabólicos y llevaban de estelas los bosques donde los dioses danzaban entre calendarios de piedra.
Allen del Atlántico en Florencia surgía el Renacimiento en el arte. Un Masaccio daba al César lo que era del César, Fra Filippo Lippi representaba como virgen a la mujer amada y Botticelli hacía triunfar la primavera mientras un hombre polifacético llamado Leonardo diseñaba máquinas voladoras y pintaba en la pared de un convento a “La Última Cena”. Miguel Ángel sacaba de la piedra la figura de un David de mirada firme y en la Sixtina pintaba el Génesis acostado en altos andamios de madera. Más tarde Parmigianino alargaba el cuello de una Madonna y un Cellini cortaba la cabeza de Medusa de la mano de Perseo.
Y luego el Barroco llega con sus espacios infinitos, su fe sublime y su lujo ancestral. Sosteniendo el mundo con columnas monumentales y retorcidas se expandió por Europa, se asentó en América recargándolo todo, adaptándose a los nuevos entornos, mezclando lo indígena y lo europeo.
En el siglo XVIII, se descubre Pompeya. Se abre así un portal al pasado y las túnicas, y los muebles, y las antiguas maneras resurgen en el arte que redescubre la estructura ternaria, la línea como elemento básico y la elegancia y contención de las posturas propias del Neoclásico. A este se le opone el naciente Romanticismo, que retoma el abigarramiento, el movimiento y los contrastes intensos de claroscuro propios del Barroco, pero centrándose en el individuo, en sus pasiones y su libertad.
La explotación del obrero inspiró a los realistas que hicieron un arte que expresaba la verdad de una época de grandes contrastes y de nacientes ideologías. Courbet enterraba en Ornams al Romanticismo y Millet oraba durante “El Ángelus” recibiendo al sol a la orilla de los surcos recién sembrados.
En el 1874, con el Impresionismo, los colores complementarios y la fugacidad de la luz se dieron cita en el taller de un fotógrafo, para mostrar a la gente lo efímero de un amanecer sobre las aguas y los diferentes rostros de la fachada de una catedral. Los remeros y las modistas, entre motas de rayos de sol, sonreían a una bailarina adolescente y a una mesera triste en el Folies Bergere.
Y un poco más tarde los girasoles amarillos se tiñeron de rojo, las tahitianas danzaron frente a la playa esmeralda y las beatas tenían visiones de caminos y demonios. Junto a ellas, la montaña de Santa Victoria servía de paisaje de fondo a “Los jugadores de cartas”, en el mismo momento que en el Molino Rojo, Jane Avril observaba a un conde enano que bebía ajenjo y pintaba su duelo.
Un español de apellido Ruiz, que no Picasso, abrió el siglo XX con un universo azul que devino en rosa con Pierrot y Colombina. Su visita al Museo del Hombre, la retrospectiva de Cézanne y su amistad con Braque hicieron que lo geométrico lo encaminara al Cubismo en sus tres etapas: la Negra, la Analítica y la Sintética.
En Alemania Kirchner y El Puente deformaban la forma y llenaban el mundo de los colores ácidos de la decepción. Luego Kandinsky, montado en los azules caballos de Franz Mark, dio paso al arte abstracto, también cultivado por los suprematistas, neoplasticistas y constructivistas.
El Dadá llega parado sobre una rueda de bicicleta invertida, demostrando que un urinario es también una fuente y que ya nada existe, ni siquiera Dadá. El arte único en que todo se mezcla estaba de fiesta, dando alaridos de placer, creando instalaciones, haciendo collages imposibles y ambientaciones donde la locura era el sentido común.
El Surrealismo muestra luego el matrimonio de los relojes de cera y de una rama olvidada en la soledad del desierto. Las palomas vuelan echando raíces y las paralelas se dan cita mientras un niño grita: “Mamá, papá está herido” sin obtener respuesta. La Abstracción resurge en el Expresionismo Abstracto, un borracho chorrea sus colores eternos mientras se autoproclama el verdadero surrealista y Tápies transforma en deteriorados muros a sus tantos dolores.
En México cuatro gigantes se habían dedicado a contar la historia de su pueblo en murales ubicados en edificios públicos, defendiendo ideas de mejoramiento humano y de transformación social. Frida se olvidaba así de dolores y miedos, pintando junto a ella una hermana eterna con su mismo amor a Diego.
En los años sesenta en EE. UU una Marilyn Monroe de verde y de rosa, se transforma en Odalisca sobre los almohadones, mientras el inglés Hamilton pregunta al Arte Pop: ¿Qué hace que los hogares de hoy sean tan diferentes, tan atrayentes? Vasarely, junto a Carlos Cruz Diez, Le Parc y otros tantos nos hablan al mismo tiempo de cinetismo real o figurado, de que el mundo debe girar e interactuar con un público que interpreta, toca y siente el arte en su intenso devenir.
El Hiperrealismo retorna a la tradición no olvidada, el Minimal Art reduce, simplifica e intelectualiza la realidad, la Transvanguardia y el Neoexpresionismo se mueven como trashumantes entre viejas Vanguardias, y el Arte Efímero susurra que el objeto artístico debe morir para dar paso a la idea, al proceso, al mensaje, al recuerdo que nunca olvida a lo que antes ya fue.
En el caos postmoderno se relativiza el arte, el guineo pegado con cinta pegante asombra a los que olvidan como un portabotellas fue un objeto artístico también hace más de cien años. Fórmulas antiguas se nos presentan como recién fabricadas, los estetas y los críticos deciden lo que es o no es. En edificios que se doblan renacen espirales de piedra. En la plaza Italia en Nueva Orleans, un tiburón flota en un mar de formol, mientras las aspiradoras se vuelven objetos de morbo y un carrito de limpieza es comprado como obra de arte.
Pero a pesar de todo, en el espacio del hoy postmoderno todavía el arte educa, todavía salva, aún nos hace vivir las mil vidas de que habla Sabina en una canción. Arte habrá mientras la Humanidad exista. Como en el cuento de Bradbury, renacerá en cada niño rebelde que salve del fuego la sonrisa de Gioconda, conjugando lo gris y lo frío a través de sus sueños, a través del amor.