María Fals
La autora es crítica de arte
El 26 de agosto de 2022 fue el 91 aniversario del natalicio del artista visual dominicano Aquiles Azar García (1932-2015), en fecha coincidente con la inauguración de la 30 Bienal en el Museo de Arte Moderno.
La obra de Aquiles nos toca el alma con su mundo recóndito de botellas, de payasos, de búhos y palomas, donde las aguadas se entretejen con la plumilla y con los óleos sublimes.
Sus líneas acuosas, disueltas, fluidas y sutiles se deslizan en su mágico accionar, en un catártico recorrido que estremece el yo. En su alma no conquistada, secreta e íntima, lo visceral se mezcló con lo onírico, con el dolor atrapado en un silencio lleno de caminos, con los gritos originales de los comienzos de la nada.
Este artista mezcló lo espontáneo con lo académico. El espíritu de su obra siempre iba caminando, ensimismado en su mundo, cargado del brillo de un cristal gris. Fue un intelectual que se movió en diversas disciplinas como la odontología, las artes plásticas y la literatura. Excelente en el dibujo anatómico, derivó hacia formas abocetadas, rápidamente bosquejadas que se mueven por la eterna ruta que lleva del expresionismo hacia la abstracción.
En 1960, presentó en la sede de la Sociedad Odontológica Dominicana una serie de obras, integradas por cabezas y naturalezas muertas realizadas con la técnica del pastel. Esos rostros y sus bodegones, callados en un silencio espectral, llenos de botellas vacías, traslúcidas y expectantes, nos hacen acercarnos al tortuoso momento histórico de los comienzos de la década del 60, a un mundo donde el artista siente el vacío de lo verdaderamente humanizado y lo muestra en su obra.
En 1963 participó en la XI Bienal de Escultura- Pintura- Dibujo en el Palacio de Bellas Artes y ganó premio honorífico, en un concurso celebrado en la Alianza Francesa con su obra “La Botella”. En ese período se asoció para hacer diferentes exposiciones con artistas jóvenes como Leopoldo Pérez (Lepe), Elsa Núñez, Cándido Bidó, José Ramón Rotellini y Ramón Oviedo, entre otros.
Desde mediados de la década del 60 hasta los comienzos de la década de los 70 del siglo XX, se integró al grupo La Máscara. En esa época, su deseo de dialogar, de romper el cerco del silencio que lo tenía encadenado, se reforzó. Buscó entonces otros lenguajes como la poesía y el cuento, sin abandonar las formas plásticas.
Entre 1964 y 1971 participó en los Concursos Eduardo León Jimenes, ganando en 1969 el Segundo Premio de Arte del V Concurso Eduardo León Jimenes con su obra “Rostro Angustiado” y en 1971 el Primer Premio con “Cabeza de Ángel”. A finales de los 60 volvió al color, sin abandonar el vigor de las líneas, sus creaciones se volvieron más libres, cimbreantes, sensuales y profundas.
En abril de 1965, salió a la luz su poema “Masas desordenadas e incomprendidas”, preludiando el inicio de la Guerra de Abril. También escribió poemas como “Camino y Desolación” y “Pájaro errante”, que expresaban en metáforas el horror de la muerte, la melancolía de la guerra y la soledad de la cordura.
A mediados del 70, su obra se convirtió en un zoo místico, de fuerte raigambre expresionista y surrealista, donde el vuelo nocturno de la lechuza nos invita a viajar sobre un espacio mítico de oscuridad preñada de amaneceres. Una de esas lechuzas inquietantes lo llevó a ganar el Segundo Premio de Dibujo en la XIII Bienal en 1974.
También aparecieron sus payasos, tristes a lo Watteau de la Comedia del Arte, que se convirtieron en Quijotes irónicos, mirándonos desde el otro lado de una pared de sombras y de anhelos. Para esta etapa usó la tinta, el óleo, el pastel y se movió entre el lienzo y el papel como experimentado conocedor de diferentes técnicas. El artista se universalizó, buscando temáticas que llegaran a todo el género humano.
A partir de la década de los 80 desarrolló aún más su arte animalista, trabajando nuevas especies como las águilas, las palomas, los rinocerontes, los gatos, las ratas y los armadillos, símbolos bestializados de los motivos ocultos de los seres humanos, que nos invitan a protegernos en la coraza de un armadillo y a volar como las palomas en busca de paz, para alejarnos de la podredumbre de las ratas heridas.
En esos años, su obra ya es conocida en ámbitos internacionales. Su arte viaja desde España y Estados Unidos hasta Ecuador, recreó a ancianos, hombres o mujeres, llenos de dolor y sufrimiento, que nos producen empatía y acercamiento a su situación de decadencia. Realizó cerámicas que nos hacen comprender que no hubo barreras de técnicas para su arte profundo y sensible. Se puso en contacto con la Fundación Guayasamín y estableció una bella amistad con el afamado pintor expresionista ecuatoriano. En 1984 ganó con “La Paloma” la VI Bienal de Grabados Latinoamericano en Puerto Rico.
En la década del 90 trabajó la figura humana con rostros expresivos, como los del “Llanto de Pedro” (1990) y la “Cabeza de Duarte” (1992), obras ganadoras de concursos. En 1999 fue reconocido como artista del año por el Museo del Dibujo Contemporáneo. Este período constituyó un punto de giro en la vida del artista, quien fue derivando paulatinamente hacia la abstracción, volcándose hacia su realidad interna. Su libertad, sin las amarras de las formas predecibles, florece y centellea, llenándonos de luz. Se dedicó, además, a escribir una poesía de tono íntimo, melancólico y liberador.
Su última etapa, de los años 2000 en adelante, constituyó un período complejo en su vida personal. Este momento fue prolífico en reconocimientos. En el año 2011 ganó el premio de la Fundación Corripio.
Siguió manteniendo su técnica depurada, explorando y aprendiendo, sugiriendo formas, dejando trazos y huellas que resurgen constantemente como la flor del loto. En el 2015 abandona físicamente el mundo terrenal, pero la inmensidad de su legado artístico y humano lo mantiene vivo entre nosotros, lo hace trascender eternamente como uno de los mejores representantes de las artes visuales dominicanas de todos los tiempos.