Petra Saviñón Ferreras
La autora es periodista
El trabajo doméstico remunerado existe desde la era precristiana, o sea desde antes de que la humanidad fuese dividida en AC y DC y sus razones no están sustentadas preciso en el empoderamiento laboral de la mujer.
No están fijadas en ese derecho que la hace salir a la calle a trabajar y dejar sus hijos al cuidado de otras y ahora incluso de otros.
Aun antes de esto, las damas de alto linaje pagaban por los oficios de la casa y esta práctica ha extendido sus ramas al punto de que ahora en cualquier familia modesta hay una trabajadora.
En el ajetreo de la vida moderna, padres y madres agotan largas jornadas fuera del hogar y una tercera persona, tantas veces ajena a la familia, atiende la casa y a los hijos.
Así, estos seres humanos pasan más tiempo con los vástagos de otros que sus propios progenitores. En infinidad de ocasiones son sus consejeros, sus asesores en la materia más importante, la vida y en múltiples casos dejan a los suyos solos en barriadas empobrecidas.
Muertas del cansancio, las sirvientas llegan a la paupérrima morada y ven a sus pequeños crecer de lejos, sin tiempo para escucharles, para prevenirles sobre los peligros que el mundo guarda. Sin tiempo para estar.
Por un mísero salario tienen encima la responsabilidad de una vivienda con todo lo que hay dentro. Aparte de la fatalidad de estar separadas de su familia, en casos hasta por meses, sufren vejaciones, acusaciones y hasta violaciones sexuales.
El griterío armado por la propuesta de que este personal fuera incluido en la seguridad social es una prueba de que más que trabajadoras y trabajadores queremos esclavos asalariados.
Uno de los argumentos es que las personas que pagan este servicio, tampoco ganan mucho, y necesitan trabajar.
¡Vaya usted a ver!
En otros países y en esa lista caben muchos de Latinoamérica, tener una sirvienta, un sirviente es casi un lujo y por eso cada ama, amo de casa, asume sus responsabilidades, planifica y afronta.
Aquí no, aquí pareciera en ciertas situaciones que los queremos para pagarles lo que nos viene en gana y hasta para darnos el placer enfermizo de humillarlos.