María Fals Fors
M.A Historiadora del Arte. Crítica de Arte
Un 14 de enero de 2021, mi amigo Danilo McCabe llamó a mi casa, solicitándome que le ayudara con la apertura de la exposición de un artista cubano, su nombre: Raphael Díaz.
La exposición se llamó El retorno del Hijo Pródigo, inaugurada el 15 de enero del presente año en el CODAP con palabras al catálogo de José Sejo y la presencia de Miguel Gómez, presidente del CODAP, el agregado cultural de la embajada de Cuba y otras
personalidades y destacados artistas. Ya conocía previamente sobre los trabajos de Rafael anteriormente, sus exposiciones en EE. UU, Portugal, Latinoamérica, España, en Cuba.
Raphael emigró de Cuba junto con su madre a la edad de tres años. Su ciudad natal fue también mi Patria chica Santiago de Cuba. En la infancia vivió en República Dominicana y en Galicia, llegando a los 11 años a Nueva York.
Este artista pinta personas en reflexión profunda, banderas de su país de nacimiento, junto a los símbolos del amor que encierra la Patria Universal, nuestra amada Tierra: Buda, Jesús, las vírgenes madres de todos, los dioses del indio que llevamos todos escondidos en los pliegues del sentir.
El Hijo Pródigo fue una exposición inolvidable, un puente para profundizar en el arte de un ser humano para el cual el arte es la vida y la vida es el arte, que se revela ante nosotros con la inocencia de un niño ya adulto, que ama la vida en sus esencias y que busca lo humilde y sencillo, la paz y el reencuentro con sus orígenes, con su yo.
Su primera adolescencia se desarrolló en Nueva York, hijo único encontró en el arte una vía para comunicarse con el entorno, para expresar cada sentimiento y cada deseo. Su serie de los Ángeles de Plátano cuenta su historia de infancia y su búsqueda del camino para avanzar y crecer. Pintando ángeles con su propio rostro, encarnados por su cuerpo recreado busca mostrar que lo que somos nos da alas para elevarnos y trascender.
En su obra se aparecían símbolos como el machete, arma de combate de la guerrilla en la manigua redentora, símbolo también del campesino que rotura la tierra y despeja la maleza, reflejo de la búsqueda de la ruptura y la continuidad, las copas de agua en que nos ahogamos, las jaulas en que nos encerramos sin saber salir, la búsqueda de la luz de las estrellas, los rostros de las mujeres que tocaron diferentes etapas de su vida y universo en su serie Amantes, el Buda y la última cena en versión femenina como expresión de la entrega y del amor.
Hijo espiritual de mucha gente, busca las vibraciones positivas de cada objeto, de cada paisaje, de cada espacio donde a través de sus ojos de eterno adolescente asombrado encuentra lo mejor en un dar y recibir, en un vaivén de vida y esperanza.
Admirador de Modigliani, de sus curvas y largos cuellos melancólicos y fluidos, recuerda siempre el consejo del gran maestro dominicano Fernando Peña Defilló, del que considera un hijo espiritual: «Rafael, pinta lo que te dé la gana”. Por eso su obra liberada y liberadora está colmada de lo que siente, de lo que vive, desde el aguacate de su patio hasta la bandera de la estrella solitaria que lleva en su corazón.
Entre las múltiples exposiciones que ha llevado por el mundo quiero destacar su primera individual en la Biblioteca Pública de Providence en 1994, Dulce y Picante en el 2009 en New London, la realizada en el 2000 en la Universidad de Puerto Rico, los Ángeles de Plátano del 2004 en Maxwell Mays Gallery, en Providence, Rhode Island, EE.UU, la presentada en New Gallery en Phnom Penh, Cambodia en el 2008, así como la importante muestra del Watson Institute en Brown University en marzo de 2018
denominada Voces silenciadas. Portugal, Cuba, Puerto Rico, Vietnam, España han tenido la presencia de su arte y de su vida.
Sin pensar en estilos y tendencias, sin buscar clasificarse o ser calificado, pasea por Tailandia, Perú, México, las casa del ALBA en La Habana, con sus barcos de papel en sombrillas escondidas que lo llevaron volando de retorno a su penúltima reencarnación. El
Pop, la pintura espacial, el Fauvismo, el Realismo, la Abstracción tocan de vez en cuando los lienzos que nacen de su espíritu, pero su arte es profundamente original y propio.
Su madre, Martí, las calles de La Habana, Providence, Nueva York, Machu Pichu, su hijo, Jarabacoa, el CODAP, Japón, sus hermanos de todas partes, Guillo Pérez, Sejo, Miguel Gómez, sus amigos artistas de Cuba, su gente de Jarabacoa, de las Canarias y de cada lugar recorrido son el otro motivo de su arte y sus creaciones.
Los colores diversos de una gama cromática infinita, el óleo sobre lienzo como técnica preferida, símbolos como la menorah, las rejas, la cruz de redención, el dulce y el picante de una piña de Tailandia expresados detrás de un pote de Hot Sause de la casa Goya, los tableros de damas del juego en que todos somos fichas que pretenden otros controlar, las manos cruzadas, la mirada a veces dirigida al cielo, otras dirigida a su interior y los caminos, las salidas y un amanecer en Providence y la magia del ser y del crear.
Todos esos son motivos para crear, para florecer para construir una obra y un legado que comparte con cada persona que se cruza en su camino.
En la ruta hacia las incógnitas, de vuelta hacia sus orígenes y rumbo al Universo, Raphael Díaz trasciende tomado de la mano con el bien y la belleza, proa a la esperanza y al amor. Sin embargo, en cada huella que deja, en disímiles paisajes, va alumbrando la
marca indeleble de la estrella solitaria, la que descansa orgullosa sobre un triángulo escarlata en un cielo azul turquí.