Petra Saviñón Ferreras
Este título que usé hace tiempo para un reportaje, me visita ahora ante tanta indiferencia, ante tanta negligencia y abandono del tema y sobre todo, de sus protagonistas.
La salud mental, tema que ha de estar siempre en tapete y que tanto necesita de una mirada del Estado y de la sociedad completita, tiene tantas aristas, tantos aspectos sondeables como patologías registradas.
Estas enfermedades lancinan, destruyen en todos los planos y avergüenza la falta de políticas públicas para enfrentarlas, con un número de trastornos y de trastornados cada vez mayores y más jóvenes.
El debut de tanta gente en este teatro del horror, convierte la situación en una tragedia personal y familiar de grandes alcances, que contiene un aspecto dejado de lado, el daño que recibe el que cuida.
Los estragos que causa asistir a estos enfermos no son tomados en cuenta para elaborar patrones, guías que faciliten una vida de calidad para cuidado y cuidador, que asume esa tarea como obligación de la que no puede huir.
Ahí queda estancado en todos los órdenes, sin vida propia, porque entiende que desistir sería vil o porque no tiene opción, ante la carencia de ayuda, porque nadie “resta” para cuidar a un ser humano que arrastra ese penoso fardo y lo extiende a los que comparten su hábitat.
De común, además de las tenciones, ese ente debe igual correr con los gastos médicos del afectado y su existencia queda relegada a ese entorno, que termina por degradar su salud física y mental.
Mientras más capacitado esté quien tiene a su cargo a esta persona, más llevadera será la situación para ambos, menos traumática, más apacible. Pero igual los cuidadores necesitan y merecen descanso, salir por ratos de la zona de agobio en la que la enfermedad convierte el espacio común.
Es necesario reparar en este punto, en la manera en la que esta tarea degrada el organismo y el raciocinio del cuidador.