Petra Saviñón Ferreras
El culto a la frugalidad, al consumismo, al gasto desproporcionado, el afán por adquirir artículos de mera decoración, son una constante antigua, pero es a final de año cuando están más evidenciados.
Porque hay más espacios en un solo mes para saciarlos y porque está regao el dinero y justo entonces llega ese cosquilleo al cerebro que lo acelera a mil por hora.
Esos comportamientos vanales arrojan una imagen de que lo que construimos como sociedad es probable que no sea lo que nos llevará a fortalecerla, a sanearla para los que siguen en ruta.
Es el mismo vivir a prisa lo que nos deja esa sensación de embotamiento, de una euforia que nos arrasa con sus efectos devastadores y la adoramos, porque no queremos despertar a una realidad que no sabemos transformar. Mejor existir en ese estado que enfrentar el miedo al cambio.
A veces ni la venida de la realidad nos sacude, por eso quizás de tanto repetirlo surte poco efecto, pero el llamado a la prudencia ya es en los asuetos un ritual que choca contra la siempre penosa verdad de una cifra de accidentes en los que nadie quiere estar envuelto.
Tal vez preciso porque todos nos vemos como espectadores y nunca como protagonistas de esas tragedias, nos agarran desprevenidos y así esos días feriados que invitan a gozadera y a cerreterear dejan estelas amargas.
De ese modo nos lleva la indolencia, con la excusa de que si trabajamos tanto, hay que aprovechar los pocos ratos de libertad porque la vida es una sola y exacto porque es solo una, cuando la colocamos entre las garras de la imprudencia no nos queda más que vacío.