Petra Saviñón Ferreras
Justo un año hace que pedí una licencia a mis lectores para dedicar esta columna a Abraham, el amigo que así de sopetón pasó a otro espacio, al que un infarto abrió el umbral.
El tiempo vuela. Esa expresión tan común, tan recurrida cobra más fuerza ahora en medio de una pandemia que hace hasta olvidar la fecha diaria y pasan 12 meses como si tal cosa y de repente evaluamos qué hemos hecho y muchos cada vez menos.
Esta situación de salud nos ha arrebatado algo a todos, un empleo, un plan, un pariente, un compañero entrañable y nos ha vuelto más vulnerables, más desposeídos pero lo esencial es que nos haga cada vez más humanos.
Es un reto convertirnos en seres que hallan el desprendimiento y mayor en épocas de crisis, pues aunque sensibilizan, igual endurecen el alma. Esto hace neurálgico para mejorar el soporte de la amistad, de esa relación que supera incluso a la hermandad de sangre, porque es de un tipo más relevante aún que la de ese líquido imprescindible.
La diferencia más marcada entre los amigos y la familia hela aquí: que los primeros tenemos la potestad, el derecho de escogerlos. Por eso es más fácil mantenerlos, subsanar heridas, el abrazo tibio y reconciliador aunque haya altibajas y situaciones dolorosas. Claro, hablo de amistad, no de cualquier cosa disfrazada.
Cada amigo tiene su propio manual, ese que nos atrae, que nos imanta y ya enganchados aprendemos a manejar el librito, a soportar a ese loco (o loca). Esto lo sabe bien Abraham que me aguanta tanto armado de su paciencia eterna. Sí, aún desde donde habita ahora.
Feliz estadía.