Petra Saviñón Ferreras
La niña venía de la escuela con la camisa quitada, protegida solo por la débil franela que usa debajo del uniforme. Caminó hacia la camioneta repleta de ropa usada pero antes de que tocara alguna prenda, el hijo de la dueña del negocio le informó que no les vendían a menores de edad.
-A mi me han comprado aquí-contestó con media sonrisa y fue sentarse de piernas abiertas en una piedra cercana.
El joven le respondió – para comprar tú misma te faltan como cinco años- No era así. Le faltaban siete para alcanzar la mayoría de edad. No obstante, la manera en la que manejaba la conversación la figuraba mayor.
Mientras el muchacho le hablaba, la chiquilla unas veces reía y otras movía entre sus labios una paleta denominada bolón. Para ese momento ya estaba de pie nueva vez cerca de su interlocutor.
Cuatro días después, a dos kilómetros de ese lugar, una adolescente que es posible no rebasara los 16 años, conversaba coqueta con dos hombres frente a un establecimiento comercial.
Cubría su cuerpo con un colorido vestido típico de China, con dos profundas aberturas laterales que dejaban ver buena parte de sus pechos.
El chofer de carro público la miró y con gesto y voz de conmiseración exclamó que veía en esa niña a su hija. La imagen me causó un vértigo del que tardé en reponerme.
Me entraron ganas de cuestionar (me) de encontrar a los culpables de que esos dos cuadros sean parte de la realidad que permea a esta sociedad.
¿A qué tipo de situaciones exponemos a nuestras niñas para que actúen de esa manera?
¿Es que los adultos tan enfocados en nuestra esclavitud moderna, en nuestro afán de una vida mejor, cambiamos la formación hogareña por un pedazo de pan?
¿Quién responde por la integridad de esas y tantos otros menores vulnerados, con una niñez alterada por un sistema que necesita morbo y consumismo para subsistir?