Petra Saviñón Ferreras
El culto a la apariencia ha pasado a sustituir hasta al sentido común, ese escaso don que permite analizar riesgos y sortear peligros
Ante su ausencia, mermado quizás por las imposiciones sociales, por el afán de alinearse al canon de belleza inculcado hasta los tuétanos, el irraciocinio aprovecha su espacio y actúa, ¡cómo actúa!
El ego ansioso de idolatría asume como lo más importante, como lo único relevante, lucir, estar “bien”, ser objeto de miradas, de elogios. Poco importa lo que haya qué hacer, que sacrificar para lograrlo
El asunto es que ese esfuerzo por tener un “cuerpazo” implica no solo incurrir en gastos y deudas que dejan con la mano en la cabeza. Es lo mínimo. Conlleva en múltiples casos problemas permanentes de salud y hasta la muerte
Así, ese odioso perfil, ese encuadre en el que debemos caber para ser bellos, nos juega malas pasadas, nos patea de forma tal que si no podemos alcanzar ese objetivo, por falta de recursos económicos o por la razón que fuere nos sume en un grave abismo emocional
Tan mal nos deja que nos impide recordar que somos más que carne, más que volúmenes en determinadas áreas corpóreas que deben ser adaptadas a las modas del momento, como si el cuerpo fuese un tubo de ensayo
Sí, porque la parte que ayer iba delgada hoy debe ser voluptuosa y caemos en ese estado, en ese absurdo de seguir el juego de un mercado que convierte al ser humano en una mercancía más, en un objeto a su merced, explotable por vulnerable