Por: María de las Nieves Fals Fors
Historiadora del Arte
El Renacimiento no es un estilo artístico, es un proceso histórico, un modo de vida, una formación económico social en la que se desarrolla un arte como modo de expresión estético, como elemento de la superestructura creada por los seres humanos.
Ese proceso comienza a gestarse dentro de la llamada Baja Edad Media, a fines del siglo XIV, en las ciudades italianas entre las que se destaca Florencia, Venecia, Roma, Milán, entre otras. Grandes banqueros como los Médicis, devenidos luego en gobernantes, monarcas, autoridades de diversa índole, fueron imponiendo su admiración por las formas clásicas grecorromanas, resultado de sociedades precapitalistas que admiraban por sus fórmulas económicas y políticas, por su arte, más centrado en lo humano que en lo divino.
Los mecenas del Renacimiento italiano fueron los Médicis, los Sforza, los guerreros y mercenarios,
los Papas como Julio II. Estos fueron los protectores iniciales de un tipo de arte que surge de la evolución del Gótico, pero que se afianza en su ruptura, que va dejando atrás la espiritualidad, donde se veía lo humano como reflejo de lo divino, avanzando hacia un modelo donde lo humano es el centro y lo divino se convierte en reflejo de lo humano, que insiste en humanizar las imágenes religiosas católicas, convirtiéndolas en algo cercano y cotidiano, en algo perfecto, centro del círculo de la vida como el “Hombre de Vitruvio”.
Ese Renacimiento, anunciado en el “Beso de Judas” del Giotto del “Trescientos”, donde la perspectiva, el claroscuro, el gesto y la proporción van ganando el terreno a lo etéreo y alargado, se reviste de mayores logros en el siglo XV florentino.
Así llega Masaccio, quien transforma su tríptico “El Pago del Tributo” en un mensaje de mutua convivencia entre lo terrenal y celestial, el Paolo Ucello que perfeccionó la perspectiva olvidando otros aspectos estéticos, el Fra Filipo Lippi que convierte en virgen idealizada a la mujer amada, unificando el amor terrenal con el amor divino.
Entre siglos, levitaba Leonardo, cuyo mensaje de experimentación científica, reflejado en el arte y en otros aspectos, tiene un carácter sempiterno.
Llega el siglo XVI, luego de la huida de los Médicis de Florencia, por la revuelta encabezada por el monje Savonarola, que pretendió poner orden en lo que consideraba un gran caos demoníaco, donde se unían cosas imposibles de conciliar que iban reñidas con su visión fundamentalista del cristianismo.
Así, el centro del Renacimiento se convierte en la Roma donde el arquitecto Bramante, el Miguel Ángel polifacético, el Rafael de la dulzura, la profundidad y la policromía nos llevan al éxtasis estético.
Obras inmortales como “El Templete”, los frescos de la bóveda de la Sixtina, “La Escuela de Atenas” pintada en los muros de las estancias del Papa, entre otras obras, han dejado su legado infinito de búsqueda de la belleza.
Sin embargo, ese modelo de estabilidad clásica va cediendo paso al Manierismo, en un momento histórico de saqueos, de guerras, de enfrentamientos ideológicos religiosos. El Manierismo, que usa los elementos clásicos, pero que los duplica, que rompe con el criterio de lo útil y el sentido lógico en la arquitectura para dar paso a lo voluntarioso, a lo individual, a lo superfluo, es desarrollado por maestros que una vez fueron renacentistas como fue el propio Miguel Ángel, por Parmigianino, por Pontormo, por Cellini.
El Manierismo nos dejó una escalera triple y sin pasamanos en la Biblioteca Laurenciana, una virgen de cuello de cisne con un niño que casi se le cae de los brazos en una pintura de Parmigianino, unos ojos redondos y unos colores arbitrarios en el “Descendimiento de Cristo” de Pontormo y el salero de Francisco I, confeccionado por Cellini, donde se nos vuelca en el alma la sal y la pimienta del Neptuno y de la Ceres de la mitología.
Ese Renacimiento manierista, llega a Francia y se mezcla tardíamente en el siglo XVI con el Gótico, sembrándose de castillos las orillas del río Loira, con su estructura de tres pisos y altas torres medievales. El arte cortesano de la escuela de Fontainebleu, llenó las cortes de desnudos y alusiones mitológicas, donde Diana de Poitiers se convierte en la musa ideal y en la representación de la Artemisa-Diana grecolatina. En un arte ecléctico, tardío, se integra todo, lo humano y lo divino, lo cortesano y lo mitológico, bajo el nombre de Renacimiento Francés.
Ese mismo Renacimiento manierista llega a España, se mezcla tardíamente con el Gótico y con un elemento más: el arte árabe. El alfiz mudéjar y el horror al vacío se vinculan a bóvedas de crucería gótica que descansan sobre columnas corintias, Juan de Juanes utiliza la reinterpretación de “La última cena” de Leonardo y el colorido de Rafael, colocando como fondo de su pintura un arco de herradura de doble origen: visigodo y árabe.
El catolicismo reina en España, no dejando espacios a los desnudos sensuales que en Italia y Francia estaban vigentes.
En 1492 se descubre América. La mezcla española llamada Renacimiento español, donde se amalgama el Gótico, el Renacimiento, el arte mudéjar y el Manierismo, fusionándose en las tierras de nuestro continente con lo local, con las nuevas necesidades, con la carencia de los grandes talleres de enseñanza tradicional artística que proliferan en Europa.
Entonces nos alcanza el Gótico isabelino en Santo Domingo, presente en la Catedral Primada en los capiteles de bolas imitativas de perlas que sostienen arcos ojivales. Se nos abren a la mirada las fachadas platerescas de Las Antillas y de América continental. Se resuelven las nuevas demandas de espacios de culto en los conventos fortaleza de carácter defensivo y religioso de México, con sus capillas abiertas para dar la eucaristía a las masas indígenas. El “arcaísmo”, la vuelta al pasado se impone y nos lleva a hacer un arte cada vez más propio y original.
Por eso defendemos la tesis de que no se puede hablar del Renacimiento artístico como un solo estilo. A nuestro modo de ver, existieron en el arte muchos Renacimientos adaptados, integrados a los modos de vida de cada región y a las necesidades, gustos y visión del mundo de sus pobladores en un eclecticismo, en una mezcla fecunda que gestó muchas de las más grandes obras de arte de la humanidad.