Margarita Quiroz
Y, al final sí nos dejan. Nos criamos con la idea de que siempre estarán con nosotros, que serían eternos, así como el amor y el consentimiento que hemos recibido de ellos desde la niñez. Tras su partida quedamos con el corazón vuelto nada y la mente inundada de recuerdos.
La muerte de un abuelo es irreparable, sobre todo para quienes hemos amado a ese ser con todo el corazón.
En mi familia solo nos quedaba mamá Lina, papá Pablo, Román y mamá Virgen se marcharon primero. A Dios gracias, por su amor.
De cada uno, guardo en mi mente hermosos recuerdos. A papá Román, padre de mi madre Angélica, aún lo veo, delgado y largo, con una paciencia y humildad parecida a la de Job. Nos guardaba en sus bolsillos los primeros maníes de la cosecha, fruto de las fértiles tierras de Villa Tapia, para que mi hermano Fernando y yo los comiéramos. Eso sí, a escondida de mamá Virgen, que era de carácter fuerte y recto, pero a la hora de consentirnos se convertía ‘una masa de pan’.
Todas las tardes, mamá Virgen nos bañaba y peinaba, y con vaso en manos, (el mío rojo y el de mi hermano azul), íbamos donde una vecina llamada Rita a comer helados caseros ¿mi preferido? el de tamarindo; mi hermano pedía de coco o batata.
Mi abuelo Pablo, era el ‘pelión’, padre de mi papá Fernando, pero en igual dimensión cariñoso. Me decía Negra y al llegar a su casa me recogía la mejor naranja y aguacate, fruto de sus matas, que eran para todos intocables.
Siempre tenía algo que mostrar, «mira la camisa que me trajo Millo, de allá afuera», haciendo referencia a su hermana, que residía en Nueva York.
Su imagen parecía al de un personaje extraído de una obra literaria. Al igual que papá Román era alto, usaba siempre sombrero y un martillo terciado en la cintura. Trabajaba la madera, hacía andullo de tabaco y cultivaba café en su hermosa tierra.
En esa basta propiedad, ubicada en un campo de La Vega, todos los nietos nos arrastrábamos en yagua, una de las aventuras infantiles más hermosas que recuerdo. Eso si, debíamos de prepararnos para correr, porque si papá se enteraba nos caía detrás hasta llegar a la casa, donde cada uno buscaba un refugio.
Allí, en la cocina, tostando café, haciendo dulces de maní o empanadas nos recibía mamá Lina. «yo no los vi» contestaba a papá, quien llegaba con el corazón a galope. «Tu siempre de apoyadora», refunfuñía, mientras escuchábamos, debajo del fogón o de alguna cama.
Esa era mamá Lina, el ser en quien podíamos refugiarnos. Su comida, en especial sus habichuelas, era lo mejor. Por las mañanas, antes de irnos a la escuela, nos ofrecía siempre un trozo de batata asada con café. «La batata da inteligencia», decía.
Cuando nos enfermábamos del estómago, nos daba la temida y amarga pócima a base de cañafístula, era obligatorio tomar ‘para matar los parásitos’.
Todos los nietos coincidimos en que las navidades más hermosas las vivimos en su casa. Esta hacienda cálida, de cocina grande y acogedora, acogía a todo el que llegaba. Conforme pasaba el día, iban llegando los miembros de la familia que residían en Santo Domingo.
Para todos la mayor alegría, ¡la familia estaba reunida! Los nietos jugábamos por todo el patio, los adultos tomaban tragos, mientras se preparaba la cena. Recuerdo los cerdos en puya por los alrededores de la mata de carambola de mamá, los fuegos artificiales y ese frio que nunca antes he vuelto a sentir.
Mamá Lina era un ser especial para la familia y la comunidad. Durante su velatorio observaba cómo vecinos hablaban de ella. Nunca en mi vida había visto tantos nietos y bisnietos llorar a una abuela.
Tras la muerte de Leo, mi compañero de vida y padre de mis dos hijas, me dijo: «estoy jugando la Loto, para pagarte el apartamento». Para mí sus palabras se traducían en un premio mayor al que soñaba entregarme.
Hoy es su novenario, de nuevo la familia se reúne a honrar su memoria, llorarla y recordarla. Nos dejó un paso por la vida hermoso e inspirador.
Cursó escasos años de la primaria, casó siendo niña, procreó nueve hijos y más de 30 nietos, Para educar a su prole rifó y vendió café, empañadas y dulces. Hoy, la mayoría son profesionales, algunos maestros de la madera, como papá Pablo, educadores, un doctor y una abogada.
Para mi mamá Lina fue y seguirá siendo mi superhéroe sin capa, nos inspiró con su amor, entrega y valores firmes. Nos enseñó a ser compasivos con los demás, a quitarnos ‘el pan de la boca’ para darlo a otros, nos inspiró a estudiar, a ser lo que ella, por las precariedades en que vivió, no pudo ser.
Supo colocar a cada uno de sus hijos, nietos y bisnietos en un lugar especial en su corazón y esa fue su mayor virtud.
Ve en paz, mamá Lina, te recordaré siempre sentada en tu mecedora.