Petra Saviñón Ferreras
El acoso escolar, esa cosa de muchachos que siempre ha existido, marca, lacera y sus zarpas son tan largas que desgarran todos los aspectos de la vida, con énfasis en las relaciones interpersonales y el desempeño académico.
El ataque puede ser directo, de común en grupo, pues el acosador necesita refuerzo aunque su blanco sea un solo niño, porque solo agrupado es fuerte. Incluye insultos, golpes…
Cuando es indirecto suele contener sarcasmo, puyas, una amplia gama de acciones perversas encubiertas, cuyo culpable nunca aparece porque no es buscado por quienes deben trabajar el problema, incitación al agredido a dañarse con insinuaciones sobre su autoestima.
Las excusas con las que los responsables de afrontar esta lancinante atrocidad dan de lado, no menguan el daño. Al revés, su mal manejo profundiza las heridas.
Los efectos tocan de modo principal el ánimo y afectado este ángulo deja vulnerable todo el sistema.
Así, los atacados no solo sufren en la escuela, pues menguado el amor propio son presa de agresiones en otros espacios y su comportamiento puede girar, tambalearse y esto da pie a acciones torpes que generan más agresión.
De este modo, estás víctimas navegan en la incertidumbre del desamparo que lleva a derroteros penosos y trastoca planes, sueños incluso en la vida adulta.
Pero las autoridades escolares aún no están enteradas o quizás es más fácil restar importancia, justificar, porque resolver amerita capacidades con las que no todos fueron premiados.