Nelson Encarnación
Si los funcionarios hicieran conciencia de que el poder es una sombra que pasa, a veces sin que la observemos, el ejercicio de la función pública sería lo más próximo a la excelencia, si eso fuese posible en las acciones humanas.
Estamos claros en que esa premisa no cuenta cuando somos investidos con la autoridad que confiere una designación ministerial o en cualquier eslabón de la cadena de mando gubernamental.
No habría otra manera de entender el desvío conductual en el que incurren muchos servidores públicos de categoría, razón por la cual en su momento se llenan los tribunales de procesos penales, siempre que desde arriba haya la voluntad para enderezar los entuertos.
Creo que pocos funcionarios de las administraciones del Partido de la Liberación Dominicana fueron conscientes de ese carácter fugaz del ejercicio público; de ese anochecer en un cargo de elevada estirpe y amanecer convertido en un don nadie.
El prolongado ejercicio público distanció a muchos de la incontrovertible realidad de que todo reino es de este mundo. Pero como ningún consejo es útil cuando no se ha solicitado, llegó el 16 de agosto de 2020 y un decreto les hizo despertar a la nueva realidad.
Y así llegó el 17; y llegaron los indetenibles días. Si bien esa nueva realidad los enviaba de regreso a “su realidad”, repitieron lo habitual durante 20 años—20 años, señores, no son un juego—y aquellos días vistieron sus mejores galas para un viaje a ninguna parte.
Todo había cambiado. Ya nada era igual, pues se había cumplido lo inexorable de la temporalidad del poder.
Entonces, es preciso resaltar que ese carácter de pasajero de viaje corto que es el ejercicio del poder, no tiene un sello particular, sino que se aplica a todos los que ejercen—y ejercerán en el futuro—funciones de gobierno.
No le veo ningún sentido asumir una función pública, llegar con 10 amigos, y, en lugar de salir con 20, apenas quedan cinco, porque el funcionario distante perdió la mitad en el camino.
¿Para qué sirve eso, en verdad? Para muy poco en términos de la satisfacción que se deriva de “hacer el bien sin mirar a quién”.
Regularmente este tipo de prédicas acaban por ser sermones en el desierto, si nos atenemos a las referencias de siempre en nuestro país.
Sin embargo, no siempre resulta ocioso que de vez en cuando se realice este ejercicio fútil de aconsejar sin permiso.
Porque siempre resulta más agradable visitar a un amigo en la dependencia estatal que dirige, aunque no le reciba, y no en ninguna prisión. Aunque ya se sabe que nadie aprende en cabeza ajena.