María Fals Fors
M.A Historiadora del Arte. Crítica de Arte
El dibujo es tan antiguo como el ser humano mismo, el primer hombre o mujer que tomó un instrumento con el que dejó una huella, un rastro lineal del color de su acción sobre la tierra, sobre las piedras de las cuevas o sobre el tronco de un árbol dejó una huella de sí mismo, de su poética, de su metacosmos, y de su espíritu.
El dibujo es una señal, una guía, un punto de inicio sucedido de otros puntos infinitos hasta crear una línea, un camino hacia el todo o hacia la nada. La línea se tuerce, se endereza, se afina, se ensancha, se interrumpe o se detiene, pero recomienza siempre como las líneas del destino en la palma de la mano que las crea.
En estas marcas, puntos de partida, cruzamientos y caminos se encuentra la poética de un artista de la antillanidad: Wifredo Lam, relacionado con lo ancestral, lo telúrico y lo mitológico de la raíz africana, con la que crea un mundo estético y conceptual lleno de vida, de magia y de pasión.
Tuve tres encuentros personales con la obra de Lam, contradictorios, desencontrados e inolvidables. Como estudiante de Historia del Arte allá en la Universidad de Oriente en Cuba, por los lejanos años 80 aprecié su obra por primera vez a través de un proyector de diapositivas de esos que giraban al impulso de un control.Sus líneas me resultaron extrañas, cortantes como tijeras, puntiagudas y afiladas como pinzas de metal. Y las rechacé por su ironía, por su perfil agresivo que me parecía ajeno.
Unos meses más tarde, en visita a La Habana, entré al Museo de Artes Plásticas de la ciudad y recorriendo en solitario sus salas, sentí como sobre mí se posaba una mirada profundamente fija, me acerqué a una obra desconocida que representaba a una dama vestida de negro y violeta que me miraba fijamente, desafiándome a través del tiempo y detrás de un marco de madera. Me acerqué a la mujer creada por un artista desconocido y leí para mi asombro una firma, Lam.
Un Lam inicial, todavía, vacilante pero lleno de la fuerza poética, de la significancia, que detrás de los inmensos ojos de la retratada mostraba el talento que empezaba a surgir.
Mi tercer encuentro personal e inesperado fue visitando al Guernica, admirado e inolvidable, de dibujo geométrico, gesticulante, angustioso, expresión de la agonía de un pueblo destruido por el odio y la guerra, y que sin embargo se negaba a morir. A un lado de este, en la misma sala dedicada a la Guerra Civil Española, había un cuadro de mediano formato donde primaban las líneas sinuosas, los colores cálidos, intensos y muy cercanos; representaba un árbol conocido: una lechosa, una fruta bomba, un árbol frutal de los trópicos, que brillaba con luz propia al lado del inmenso cuadro de Picasso y reconocí de nuevo la firma de Wifredo Lam.
¿Qué hace a Lam tan cubano, tan caribeño y al mismo tiempo tan internacional? Tal vez una mezcla de decisiones personales, de talento, de identidad y del camino que le trazaron los orishas que tanto sintió, pintó y vivió.
Wifredo Lam nació un 8 de diciembre de 1902 en el pequeño pueblo de Sagua la Grande, Cuba. Hijo de un chino de Cantón y una mulata cubana, llevaba dentro de sí una amalgama de razas y culturas. En 1916 se traslada a La Habana y comienza a estudiar en la Academia de San Alejandro. En 1923 se va con una beca a estudiar en Europa, contando solo con 21 años.
Se mantuvo en España durante 14 años buscando en la colección del Prado, entre las obras de Velázquez, de Brueghel, de Bosch y de Goya el elixir de la inspiración de los grandes maestros. Se une a las fuerzas antifascistas en 1936 e inspirado en esto pinta La Guerra Civil.
En 1938 se marcha a París y allá entabla amistad con Pablo Picasso y conoce a Braque, a Léger, a los surrealistas como Bretón, Max Ernst y André Masson. En la Galería de Pierre Loeb hace su primera exposición en 1939.
Allá en el viejo continente, luego de caminar tanto y de vivir tanto mundo, se percata de que el camino no está en la imitación de la vieja Europa, que ese camino de puntos infinitos retorcido, de líneas paralelas que se cruzan, lleva un rumbo hacia sus orígenes, hacia sí mismo, rumbo al murciélago revoloteante que lo asustó cuando niño, rumbo a los orishas en los que creía la
abuela negra que tanto amó.
Su brújula personal indicaba hacia la fuerza y el simbolismo de negritud de la que él era portador, indicaba hacia su Changó de hacha doble, hacia la cintura cimbreante de Yemayá, hacia el magnetismo de los hierros de Oggun, hacia el Eleggua de los caminos, y de las líneas, y de las marcas.
Al retornar al Caribe ya ha hecho el viaje no solo a Europa sino uno más difícil, el viaje a su propio encuentro, el viaje hacia sí mismo, a la definición de su propio estilo, de su propia identidad como creador. El 25 de marzo de 1941 junto a Bretón y al Levy Strauss y otros cientos de intelectuales viaja a Martinica para alejarse de la Guerra que ya tocaba a su puerta.
Su retorno a Las Antillas le muestra el mundo mágico sensual, sensorial, candente que un día dejó; se auto rescata y retorna con otro yo, que al mismo tiempo era el mismo. Luego retorna a Cuba y comienza a investigar a profundidad sobre los cultos afrocubanos. De esta búsqueda nace La Jungla en 1942.
En 1946 viaja a Haití con su esposa y Bretón. El surrealismo, el onirismo utópico, frío e intelectual se doblega ante la magia de lo ritual, de los vevers, de las marcas y de los caminos. A partir de 1947 hace su vida entre La Habana, París y EE. UU, en el vórtice de un huracán de influencias, de amistades tan disímiles como Matisse, Duchamp, Ashille Gorky, y Pollock.
Ya tenemos a un Lam maduro, crítico, que toma con pinzas posibles influencias y no se deja deslumbrar fácilmente, pues ya ha encontrado su propio camino, su dibujo, su identidad, que él y solo él puede hacer evolucionar.
Lam ya es un mundo autárquico de dibujo y color, se necesita de un esfuerzo del espectador para adentrarse en él, es un mundo solo comprensible en su integralidad a un círculo iniciático de redimidos y benditos. Sus líneas quebradas, sus intercepciones donde se crean áreas triangulares, cuadradas y rectangulares nos conducen al interior de su poética.
Desde la década del 50 su obra se va haciendo más sintética, más aguda, las líneas quebradas priman, los ángulos agudos atacan al espectador como un puñal de acero, y poco a poco lo social y lo político hacen mayor presencia en su obra.
De esta etapa son representativas La Maternidad de 1951 y El Tercer Mundo de 1966. En ellos, sin olvidar la simbología ritual afrocubana, recrea un lenguaje de símbolos personales, y al mismo tiempo, de alcance universal. Lam muere el 11 de septiembre de 1982 en París y está enterrado en su natal Sagua la Grande, en un viaje a la semilla, similar al que relató su gran amigo Alejo Carpentier.
Sobre él nos dijo André Bretón:
“Nunca como en mi amigo Lam se ha operado con tanta sencillez la unión del mundo objetivo y el mundo mágico. Nunca como por él ha sido encontrado el secreto de la percepción física y la representación mental, cualidades que infatigablemente hemos ido buscando en el Surrealismo, estimando que el drama más grande de la conciencia moderna es la creciente disociación de estas facultades.”
En la República Dominicana Lam deja su mensaje en numerosos artistas que tienen su influencia como es el caso de Gilberto Hernández Ortega. La amplia difusión de su legado artístico logra demostrar que a través de la originalidad y de la búsqueda en nuestra identidad como pueblos, podemos insertarnos de forma genuina en lo universal y perdurable.