Petra Saviñón Ferreras
La intransigencia es uno de los detonantes más potentes de violencia y resulta chocante que gente que exige tolerancia, respeto a sus convicciones no tolera ni respeta a los que difieren de sus posturas.
¿Será porque están tan seguros de que tienen la razón verdadera y por tanto solo ellos merecen respeto?
Son execrables los ribetes de agresividad de las discusiones por temas en los que resulta difícil ponerse de acuerdo, como la corrupción, la fe, el aborto y resulta penoso que gente incluso que aboga por la eliminación del pensamiento único intenta imponer el suyo a toda costa.
¿Entonces, el asunto es contra el pensamiento único o contra el pensamiento distinto al que formula el que cree que tiene la verdad indiscutible?
Es cada vez más imposible sustentar un diálogo sobre esas materias que sacan a flote las pasiones más irascibles sin que termine en insultos, en denigración, en enemistades.
Es esa creencia de que todo el que está en desacuerdo con nuestras ideas está equivocado, que aunque no sea manifiesta de modo explícito pende en ese aire que tanto contaminamos y ofendemos con nuestras infamias, con nuestro maltrato al oponente.
Amistades descontinuadas solo por diferencias de criterios en contenidos nodales, cuyo debate parece superar la capacidad de discusión de los que entran en rivalidad irreconciliable, por encima del sentido común.
Es el amor la base de todas las religiones. Sin embargo, cuántas guerras y atrocidades por motivos religiosos, todavía a estas alturas persecución por abrazar creencias.
Es el respeto al otro un motor esencial para la sana convivencia, pero ocurre que el que no está a favor está en contra, porque olvidamos que entre el blanco y el negro hay una amalgama de grises.
Qué falta hace recordar que en democracia disentir no es solo un derecho, es una obligación.
Qué aburrido un mundo en el que todos pensáramos igual. Solo dé vuelo (corto puede ser) a la imaginación y verá.