Por: María de las Nieves Fals Fors
Historiadora del Arte
En una isla del Egeo en el tercer milenio antes de Cristo, un palacio de salas infinitas se alzaba apoyado en columnas invertidas de capiteles redondeados. Su plano irregular, su salón del trono, sus murales cubiertos de habitantes del mar y de tauromaquia, anunciaban el amanecer de la cultura helénica. Sobre este palacio, el de Cnosos en Creta, se forjó más adelante la leyenda del Minotauro, devorador de hombres, al que solo el hilo amoroso de Ariadna y la valentía de Teseo lograron vencer.
Un poco más adelante, en el segundo milenio, en el sur de la península balcánica bañada por el Mar Egeo, se desarrolla la cultura micénica. Sus tumbas de tholos, redondas como los iglús del Norte, albergaron los cuerpos de los reyes aqueos y su megarón palaciego se constituyó en antecedente del orden dórico griego.
Alrededor del siglo XII A. C llega la “Etapa Oscura”, rescatada para la memoria por la luz de los ojos ciegos del genial Homero, quien en su “Ilíada” y su “Odisea” nos narró la vida, las batallas, el mobiliario, la vestimenta, las armas, las formas de los palacios y murallas y por ende, nos describió su arte a través de su poesía épica.
En el siglo VIII A.C. las polis griegas comienzan a competir a través de las olimpíadas. Del deporte nacen las figuras desnudas de los kuros, representativos del criterio griego de “Mente sana en cuerpo sano”. Sus figuras rígidas anhelaban dejar atrás el hieratismo, la sonrisa arcaica y forzada.
Soñaban que su pie eternamente adelantado se dinamizara, que sus caderas rígidas se curvaran y ofrecieran al espectador una posición más natural. Las korés entre tanto, vestidas sobriamente, encarnaban en la piedra a las recatadas y marginadas damas que llevaban ofrendas al templo.
Durante el siglo VI antes de Cristo nos rapta el “Auriga de Delos” con sus caballos ausentes, los que galoparon en busca de del realismo idealizado. La meta de perfección estética llega en el siglo V A.C de la mano del “Discóbolo” de Mirón, con su rostro impertérrito que no denota la tensión de sus músculos. “El Discóbolo” gira en ángulo de 360 grados para mostrar su anatomía de ser humano capaz y trascendente. Lo custodian la “Atenea Partenos” de Fidias, cubierta de oro y marfil y el Doríforo de Policleto, modelo de proporción y de belleza.
En los siglos V y IV A.C se desarrollan los órdenes jónico y corintio, el primero con sus volutas, sus apretadas estrías y sus frisos corridos, el segundo con sus exuberantes hojas de acanto que adornan un capitel complejo.
De retorno a la escultura, el arte bello del siglo IV A. C. permite el pulido extremo del mármol y el contraposto. Un Hermes cansado de huir de la furia de Hera con Dionisos a cuestas, nos lleva poco a poco hacia el naturalismo. Ya se lanzan a la lucha la liga de Delos y la del Peloponeso, trayendo la decadencia de las antiguas ciudades estado griegas.
Sin embargo, el emperador Filipo, allá en Macedonia, se preparaba para invadir los territorios helénicos con su invencible ejército. Pero el conquistador prontamente es conquistado por la riqueza cultural del pueblo que ha sometido y pone como preceptor de Alejandro, su amado hijo y sucesor, nada más y nada menos que a Aristóteles, el gran filósofo que lo enseñó a pensar más allá de lo cotidiano.
A la muerte de Filipo, Alejandro y sus generales llevan la cultura griega durante el siglo IV A.C a rincones tan distantes como el norte de la India, el Egipto cálido y al Pٞérgamo donde “Laocoonte y sus hijos” se retuercen de dolor asfixiados por una serpiente. La “Niké de Samotracia” avanza sobre el agua, mientras un niño anónimo se saca una espina de piedra de su pie adolorido. El virtuosismo, la pasión, la fuerza del helenismo se extiende por el mundo y se mezcla con el arte de cada región que Alejandro y sus generales dominaron.
Mientras tanto, en la península itálica, una ciudad fundada en el siglo VIII A.C por los gemelos Rómulo y Remo crece, se extiende, muta de Monarquía a República y de República a Imperio. Ávida de poder, se lanza a dominar los territorios circundantes, el mar cerrado que separa Europa y África es convertido en el “Mare Nostrum”, suyo por derecho de conquista.
Entonces, una reina griega devenida en gobernante del Egipto faraónico, se suicida con el áspid que la hace morir con dignidad. El Egipto se vuelve una provincia del Imperio Romano y el Primer Emperador Octavio convierte en mármol una ciudad de barro, ubicada en las faldas del monte Palatino.
Pero lo griego no muere, resurge en el cuerpo de cada escultura que representa a los terribles emperadores romanos. El rostro realista de influencia etrusca es sostenido por la belleza idealizada de una anatomía que evoca la perfección del “Apoximenos” de Lisipo. El orden corintio pervive, se unifica con el jónico y nace el orden compuesto latino. El dórico entrega sus estrías a cambio de una base, dando lugar así al orden toscano.
Grecia se entrega aparentemente a Roma en un maridaje maravilloso, donde cada una aporta lo mejor de sí. El sentido pragmático y utilitario de los romanos con sus arcos, sus bóvedas, sus cúpulas, sus bustos, su homenaje al hombre político, se hibrida con la poética sencilla de la Grecia resiliente, con su limpidez de formas, con su equilibrio y orden como principios estéticos.
A esta postmoderna actualidad en la que habitamos la influencia grecolatina ha llegado, venciendo milenios, apoyándose en los estilos historicistas. La vemos en museos, en los palacios de bellas artes, en las bibliotecas, en la ecléctica arquitectura que nos rodea. En las viviendas populares nos asombran balaustradas y columnas clásicas, que aportan su transparencia y soporte. El arte griego y romano, la cultura grecolatina en general, forma parte genuina del legado ancestral que nos conmueve, de la raíz que no duerme y nos hace crear.