Petra Saviñón Ferreras
Aunque aún el horno no está para galletitas ni para otros productos ligeros, la situación entre República Dominicana y Haití ya no es noticia de primera plana que atrape la atención de una población sumergida en el diario ajetreo de subsistir.
Ya pasó el furor de los primeros días de cierre de la frontera, aquel viernes 9, con los nervios de unos crispados, la lengua de otros activa y el ingenio de algunos al máximo.
Poco a poco el tema dejó de ser materia esencial de conversaciones en esquinas, en colmados, en oficinas, en espacios comunes y la gente volvió a su ritmo habitual. Pero ojo, no sacó del todo de su agenda la cuestión binacional.
Las redes, ese relevo efectivo del cuarto poder tradicional, están ahí para recordarnos con su sarcasmo, su profundidad, su haitianofobia, su prohaitianismo y su chispa que todavía el problema no fue resuelto.
De manera más incisiva que los medios convencionales dan seguimiento, llaman a la cordura, invitan al diálogo, disparan palabras hirientes, publican memes y noticias falsas que incitan al odio.
Igual, los fotógrafos captan imágenes que hacen honor a la máxima de que hablan más que mil palabras y dictan textos multicolores como aquella de la niña que deja el país acompañada por su gallina.
O la fotografía del sacerdote vudú, que con un ritual desde aquel lado de la isla y frente a soldados de este lado, pretende derribar al Ejército dominicano, a falta de su propio cuerpo castrense.
Pese a que menguan las reacciones, todavía la crisis es apta para todo tipo de conjeturas, de vaticinios y aseveraciones, como la de que los guardias huyen de la frontera y nos dejan sin protección, negada por el Ejército.
Una cosa es segura sin importar que disminuya la excitación, los malos ratos que ha traído el cierre de puertas en la línea divisoria van in crescendo y la angustia de los que quedan sin comida también.
Mas, es como las guerras, los días borran su impacto. Claro solo de las mentes de quienes no lo sufren.