Nelson Encarnación
La llamada deuda inmobiliaria, una obligación del Estado que por décadas se ha mantenido inamovible, es uno de los capítulos ocultos de la corrupción administrativa, por vía del cual se han realizado importantes robos de fondos públicos mediante múltiples maniobras dolosas.
Aunque la Constitución prohíbe expresamente las expropiaciones, durante años el Ejecutivo se ha amparado en sus prerrogativas para realizarlas de hecho, pues de eso se trata cuando un decreto declara de utilidad pública una propiedad particular porque se necesita un proyecto de interés, pero sin compensar a sus legítimos dueños.
En ese marco discrecional y a veces abusivo del Estado, se fueron acumulando deudas con antiguos propietarios de terrenos por más 175,000 millones de pesos, unas obligaciones que ninguna administración le ha puesto el frente, pese a numerosas sentencias de la Suprema Corte de Justicia con la categoría definitiva.
¿Y por qué ningún Gobierno ha asumido la solución de esa enorme acreencia? Suponiendo que ahora mismo estuvieran disponibles los recursos para pagarla, ello supondría una desestabilización macroeconómica letal, debido a que entraría en la economía una cantidad de dinero casi igual a la masa monetaria actual.
Sin embargo, los gobiernos sí han pagado en ocasiones sumas modestas, sobre todo durante procesos electorales cuando saldar parte de esa y otras morosidades estatales ha servido como mecanismo de financiamiento de campaña para el partido en el poder, ya que para muchos no es secreto que montos importantes de lo abonado se queda en el camino.
Ahora bien, lo que nunca habíamos conocido era un nivel de depravación tan burdo como el atribuido por el Ministerio Público a los exfuncionarios del Gobierno de Danilo Medina, Donald Guerrero y Simón Lizardo Mézquita, entre otros.
Hablamos de que la extracción de recursos públicos por esa vía—según el Ministerio Público sobrepasa 17,000 millones de pesos—, es de tal magnitud que supera la asignación presupuestaria combinada, correspondiente a este año, de los ministerios de Deportes, Trabajo, Mujer, Cultura, Juventud y Administración Pública, y de órganos extra poder como el Tribunal Constitucional, Cámara de Cuentas, Tribunal Superior Electoral y Defensor del Pueblo.
Es decir, que no se trata de un robo cualquiera, sino de una de las acciones dolosas contra el Estado que deberá marcar época, al menos en esta modalidad de sustracción de fondos estatales.
Si bien parece que hemos agotado la capacidad de asombro, también es verdad que estos niveles de corrupción que se han destapado representan un punto de inflexión.
Pero una deducción lógica lleva a preguntar: ¿La erogación de esa astronómica suma fue obra de los funcionarios citados o contó con la autorización del presidente Danilo Medina? La respuesta sería oportuna.