Petra Saviñón Ferreras
Dar es y ha de ser siempre un acto espontáneo, voluntario, la más grande muestra de desprendimiento que pueda tener un ser, humano o no, por otros de su misma especie o no.
Quien deja de comer, literal, para paliar el hambre de individuos más vulnerables expone su gran capacidad de entrega. Quien “sacrifica” un gusto por las necesidades de otros halla, entiende su razón de poblar esta tierra.
Pero cuando entregar es fruto de presiones, de insistencias, el encanto queda diluido y el lugar del regocijo que genera esa acción es ocupado por el mal sabor de haberse desprendido de algo a la fuerza.
De la misma manera en la que ser generoso engrandece, hacerlo obligado para complacer a otros deja la más amarga sensación. Por eso, porque una cosa es dar a quien necesita y otra a quien solo desea.
Más claro, insistir a alguien para que “done” a la fuerza un objeto apreciado solo porque a otra persona le gusta es desconsiderado y hasta cruel. Es como decirle a su dueño que no lo merece.
Eso convierte un acto hermoso de altruismo en un compromiso molesto que podría incluso degenerar en la perdida de la capacidad filantrópica.