Petra Saviñón Ferreras
Quizás sin ninguna intención de sonar elitistas, candidatos sueltan opiniones que marginan, que laceran a las personas de los estratos educativos y económicos más bajos y casi siempre quienes incurren en esto compiten para representar a demarcaciones de clase media.
Una de las más concurridas críticas son las hechas a las “funditas” con alimentos que distribuye el Gobierno en los barrios marginados. Y ese reproche va más dirigido a los que reciben esa dádiva que a los que la entregan.
Entonces viene el sermón a los que toman esas raciones, porque son los grandes culpables al aceptarlas y poner precio a su voto cuando les quitan el hambre de un día. Qué penosa esa visión. Por ese diminutivo (funditas) empieza lo peyorativo.
Pareciera que los culpables de esa situación sean las propias víctimas, esos que sufren la mordida terrible de la pobreza, cuya infección nutre a los que la provocan (gobiernos, empresarios y…) Nadie quiere vivir sin educación y plegado a limosnas (supongo).
Ocurre que los Gobiernos no dan, no donan, no regalan a la población, porque esos recursos usados en cualquier tipo de “favor” son parte de un erario que ese mismo pueblo muerto de hambre y maleducado ayuda a forjar.
Todo el que quiera que lo compren tiene un precio, así, unos toman pica pollo, ron, funditas, otros gruesos fajos de billetes y entre esos, hay quienes agarran lo que le den y votan por quien les antoja.
La meta de los que aspiran a ocupar estamentos públicos debe ser preciso esa, que la gente tenga acceso a instrucción y no malviva de las migajas que los manejadores del Estado les dejan de un patrimonio que ayudan a construir y del que unos reciben funditas y otros fundotas.
Cualquier espacio es excelente para forjar esas transformaciones.