Petra Saviñón Ferreras
Aunque es probable que si lee este artículo sentiría su dignidad ofendida al leerse definido vagabundo, este hombre sabría igual identificar la admiración con la que va este artículo.
Estaba allí en la fritura cercana en la avenida Ortega y Gasset y pidió le despacharan una cantidad de dinero que apenas alcanzaba para un par de fritos o tostones pero el generoso dueño le acompañó ese alimento con una porción de carne.
Su apariencia quedaba relegada por su discurso ¿Qué tonto repararía en esos andrajos sucios frente a ese pico de oro? ¿Qué osado haría un comentario despectivo o sin disimulo dejaría el sitio con aire de no te me pegues?
Para que completara su cena intenté obsequiarle con un jugo pero lo rechazó con elegancia- no te ocupes con eso. Estoy bien -Esa fue la primera expresión que dejó en evidencia que el personaje no era un simple vagabundo ni un vagabundo simple.
Lenguaje y dignidad le conferían ese aspecto respetable con el que le trataban dueños y clientes de aquel negocio callejero y humano.
Cuando dejó el lugar, inquirí al propietario y me respondió que apareció de repente en el barrio y que asumía era profesor. Lo dibujó la decencia en persona. Solo un pequeño fallo le acompañaba, perdió todo vínculo con la realidad y desconocía incluso el valor del dinero.
Nunca más lo vi. Así, tan de improviso como llegó al sector desapareció sin que nadie detectara su rastro, pese a que sí hubo interés en saber de su paradero.