Petra Saviñón Ferreras
Cuando la persona interesada en el servicio saludó, las tres jóvenes respondieron sin levantar la cabeza. Tenían los ojos y las manos ocupadas. Una llenaba un formulario, dos revisaban su celular.
Solo después de que preguntó por la recepcionista, cuyo puesto estaba vacío, una de las chicas le inquirió sobre lo que deseaba. Era la dueña del asiento vacante.
Antes de esto, en ningún momento prestó atención a la visitante. Qué penosa actitud, qué falta de respeto a sí misma y a la usuaria.
Una de las mayores quejas de los consumidores es la pésima atención al cliente de empresas públicas y privadas y sobre todo, la falta de sensibilidad ante casos que afectan al solicitante.
Es sin dudas una de las muestras más fehacientes de que la sociedad va en declive (ojalá de forma remediable) y de que en todos los niveles mucha gente cuece habas.
La prepotencia, la altanería sustentada en esa relación de poder, originada entre el que ofrece el servicio y el que lo busca deja marcas muy dolorosas y convierte el asunto más sencillo en un largo viacrucis.
Así vemos cómo personas que ameritan una respuesta urgente, son tratadas como si el servidor esperara verle arrodillado. Todo esto porque olvida su papel, el de servir y en esa desmemoria poco le importa la edad ni la condición física o emocional de ese ser humano que en ese momento tiene a su merced.
Ocurre que la gente que acude hasta esos lugares permite la vejación para no empeorar las cosas, porque teme que si ejerce su derecho a defenderse podrían hacérselo de maldad y boicotear los resultados de su diligencia, acción muy probable ante la hostilidad recibida.