Por María Fals
M.A.Crítica e Historiadora del Arte
En la década del 80 del pasado siglo, cuando empecé mis estudios de grado en la Universidad de Oriente, Cuba, explorábamos en la materia Cultura y Ambiente del Diseño la evolución de la arquitectura y el diseño durante los siglos XIX y XX. Lo hacíamos con la guía de nuestra maravillosa maestra Etna Sanz. Estudiábamos a la usanza de entonces, observando y analizando los ejemplos auxiliados por un proyector de diapositivas.
Cuando tocó el turno al Art Nouveau, luego de ver a Víctor Horta y la casa Tassel con su tendencia decorativa y estilizada, nos hablaron del Modernismo catalán y su representante Antonio Gaudí (1852-1926).
Más adelante, en la medida en que avancé en estos estudios, empecé a percibir a este arquitecto erróneamente: lo veía como un hombre que trató de desafiar el mundo a través de sus diseños, que dejó un camino trunco a su muerte y cuyo arte quedó congelado en el tiempo, con un mensaje que fue superado por la racionalidad de los ángulos rectos del Funcionalismo y la Escuela de la Bauhaus.
Luego, a través de los años, fui acercándome más a la figura de este creador de formas infinitas. Poco a poco fui adentrándome en su simbología, en sus formas, en sus cruces únicas, en sus muros sinuosos, en sus palmitos y arcos parabólicos.
Lo analizaba a través de la interpretación de otros, de los ojos del fotógrafo que captó la mitra y el anillo en las cruces de la Sagrada Familia, de la mirada interpretativa del hombre de la cámara de video, que supo captar las diferencias entre las texturas de la piedra, el vitral y la cerámica, lo visualizaba escondido en las letras pequeñas que cubrían los libros donde otros describían sus obras.
Olvidaba que los que me permitían estas aproximaciones, eran sólo intermediarios que ofrecían su visión y su versión del legado de Antonio Gaudí.
La semana pasada, caminando junto a mi esposo sin rumbo por la Carrer de las Carolines, en Barcelona, a dos esquinas de un Airbnb donde estábamos alojados, nos sorprendió inesperadamente un edificio conocido, la Casa Vicens, concebida entre 1883 y 1885 por este arquitecto místico, que veía en cada planta, en cada abeja y en cada flor la presencia del Dios vivo y omnipotente.
La casa Vicens, fue la primera diseñada por el joven Gaudí. Ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Frente a sus rejas con forma de hojas de palma, sus torres y cúpulas, sus formas escalonadas, sus tiles cerámicos que imitaban hiedras florecidas en los techos, sentí entonces la sublimidad de su arte y la magnitud de su grandeza.
Esta casa de veraneo, situada en el momento de su construcción inicial en las afueras de Barcelona, fue encargada por el corredor de bolsa Manuel Vicens i Montaner (1836-1895) cuando su diseñador era un joven arquitecto de 31 años.
Esta se considera la perla inicial de su carrera y presenta influencias del arte mudéjar, que se manifiesta en su policromía, en el horror al vacío y en su fachada principal de espaldas a la calle, remembranzas catalanas que se captan en los motivos de su cerámica y en la imitación de la naturaleza local y posee un bello jardín inglés que vincula el exterior con el interior.
Penetrar por su puerta y avanzar por sus espacios, cada uno con una decoración diferente en el piso, en las paredes, en el suelo y en el techo, ascender a su buhardilla y luego a su azotea transitable, por una escalera de caracol reconstruida, constituye un viaje a través de un paraíso terrenal, un recorrido expiatorio que nos hizo penetrar en un universo inexplorado.
Decidimos entonces continuar camino, dejando a un lado el cansancio, hacia la madurez de Gaudí, para seguir decodificando sus símbolos, sus espacios, su lenguaje dentro de la arquitectura doméstica. Llegamos entonces a la Milá, situada en Paseo de Gracia 92, construida entre 1906 y 1912, cuando ya afloraba en otros lares el frío Proto racionalismo.
Esta construcción es un edificio multifamiliar que recuerda las olas del mar y el movimiento ondulante de los estratos del suelo. En su planificación se proyecta cada detalle: las escaleras, los patios, los asientos, las cerámicas adosadas al muro, con un criterio de arte total, de diseño en amplia escala que también tuvo otro gran genio, este caso inglés, llamado William Morris (1834-1986).
Sus vitrales biomórficos, que unas veces imitan conchas y otros rombos, las guirnaldas que custodian los vanos de las habitaciones, los rodapiés de mármol, las formas orgánicas que facilitan el desplazamiento en la cocina, el cuarto de infantes orientado hacia el patio interior para aislar a los niños de los ruidos callejeros y situado cerca de las habitaciones de servicio, nos hablan de un modo de vida y de una búsqueda de la funcionalidad que no olvida lo decorativo.
Su ático, concebido a través de 273 arcos parabólicos, nos hace sentir como Jonás en el vientre de una ballena. Los diferentes tamaños de estas nervaduras permiten otorgar movimiento a la cubierta del edificio, en la que se alzan chimeneas y ductos de ventilación, que nos recuerdan a guerreros que alejan todo lo negativo, que defienden la paz de espíritu de los habitantes de los hogares que se encuentran bajo su protección.
Finalmente llegamos ante a la fachada de la casa Batlló, en el mismo paseo de Gracia, pero en el número 43. Iniciado en 1877 por Emilio Sala Cortés, fue reformado por Gaudí entre 1904 y 1906.
Las modificaciones abarcaron la fachada, el patio y las divisiones interiores. Sus muros de trencadís y su cubierta decorada con cerámica vidriada, sus balcones que imitan rostros, las columnas-huesos articuladas que van soportando el peso de los pisos superiores, las vidrieras policromadas, cada una de sus formas sugerentes nos hablan de luz y de poesía, de vida y esperanza, de unidad y lucha entre la luz y la oscuridad que son las antinomias de las que nace el mundo.
Al final de este viaje maravilloso por esta ruta a través de casas de Antonio Gaudí, esas que fueron concebidas primeramente en su imaginación, elaboradas después en sus maquetas de yeso y finalmente convertidas en una realidad habitable, pude comprender verdaderamente cuán inmenso fue este artista, llenarme de su espíritu innovador, de todo lo que significaron sus muros, vidrios y dinteles, transformados en poesía a través de su genio creador, que lo convierten en un antecedente innegable del Organicismo y del Deconstructivismo arquitectónicos.