Petra Saviñón Ferreras
La calle está peligrosa. Tanto lo comentamos que nos llena un terror que surge del lado menos previsto, de cualquier lado. Nadie está exento de ser una víctima abatida por la violencia común, vestida de delincuencia o ambas.
La paranoia nos permea. Buscamos maneras múltiples, hasta inusitadas de protegernos, para evitar engrosar las estadísticas macabras y aparecer en los reportes policiales como un agredido o un muerto más de su tétrica lista.
Pero no solo las vías imprimen espanto. No hay tranquilidad ni siquiera guarecidos en las cuatro paredes del hogar, tan vulnerable hogar.
Ahí estamos igual a expensas de los maleantes que penetran a nuestras casas, a nuestras intimidades pero otros también son mártires de su propia familia, sus atacantes están allí, conviven con ellos.
Es como si no hubiese lugar para estar a salvo. Quizás los niños en la escuela, mas en ese lugar de formación crecen los casos de acoso, de agresión verbal y física y sus protagonistas tienen cada vez menos edad.
Si exprimiéramos esta sociedad saldrían insultos, armas de todo tipo y calibre, sangre a chorros y claro está purulencia. Porque está enferma de odio, de rabia, de inequidad, de esta injusticia que, aunque parezca tema manoseado, pare tantos dolores.
Para coronar, “nos protege” un cuerpo de orden represor, como si sus agentes tuvieran la violencia en los genes y fuese su única forma de combatir ese flagelo.
Sí, propician la misma situación que deben enfrentar. Con iguales o peores métodos que los usados por esos a los que deben “reducir a la obediencia” y según las denuncias que llueven, de qué forma los reducen, al convertirlos en cadáveres, en discapacitados permanentes o en sus trabajadores.
¿Entonces qué nos queda, qué mecanismos nos falta por implementar para librarnos de esta ola de tragedias, de miedos, de desasosiego que nos engulle?