María Fals
La autora es crítica de arte
El 28 de diciembre de 2024 pude cumplir un sueño. Cuando los deseos se convierten en realidad, no se ajustan exactamente a lo que hemos imaginado. Lo real nos trae de regreso a sensaciones del cuerpo, al “ruido” del entorno que modifica el mensaje de las obras.
Luego de trasladarnos desde la casa de nuestra querida Carmen en el metro infinito que circula desde Queens hasta Manhattan, llegamos al MOMA bajo el frío y la llovizna para convertirnos en parte de una larga fila de espectadores, ávidos de observar los tesoros del arte contemporáneo mundial. Luego de veinticinco minutos de avanzar lentamente, pudimos finalmente entrar.
Empleados del Museo nos solicitaron amablemente que colocáramos nuestras sombrillas en una fundas plásticas. Así lo hicimos, e iniciamos la aventura de “buscar”, de “descubrir”. Atravesando una amplio laberinto de pasillos, pudimos ver obras que desde siempre habíamos amado a través de los libros.
En lo personal, iba buscando especialmente a un caballero pelirrojo, de ojos claros, de alma atormentada, que con su “Noche Estrellada” me había hecho ser parte del vuelo de los cometas y del fulgor de su alma.
Buscaba también a un sublime mestizo de tres razas, que hablaba con acento francés de Oshun, de Changó, de Oggún, de la pintura metafísica y de la mitología clásica, quien nos legó un intrincado campo de cañas, llamado “La Jungla”, creado con sus insomnes manos de pintor cubano.
Me urgía dialogar con un “gran” cuadro, ingenuamente agigantado en cuanto a dimensiones en mi imaginación, conocido como “La persistencia de la memoria”, que nació en 1931 de la paranoia de un catalán temeroso de los saltamontes, que era dueño de un oso hormiguero y poseedor de unos ridículos bigotes.
Quería tocar con la mirada el cubismo de Picasso, la distorsión de un Francis Bacon, a un Siqueiros que brillaba en medio de todos los maestros y que con sus creaciones artísticas me hacía sentirme orgullosa de mi Latinoamérica, de mi lengua y mis orígenes.
Así comencé a viajar en medio de caminantes sin freno, que sólo dedicaban unos segundos de atención a las sensuales provocaciones de “Las Señoritas de Avignon”; tomando ese tiempo para hacerse una selfie frente a ellas y subir su imagen a sus redes sociales. Las botas apretaban mis pies, acostumbrados a la libertad de moverse dentro de zapatos más abiertos.
Comencé mi visita por el quinto piso, donde pude presenciar una exposición retrospectiva del alemán Thomas Schütte (1954) quien, con sus bien elaboradas y tristes esculturas, dejó a mi mente sumergida en un inquietante silencio.
Bajé al cuarto piso por las escaleras junto a Marcos, mi esposo. Allí los impresionistas, postimpresionistas y los artistas del siglo XX nos esperaban. Me reconcilié con Cézanne a través de sus mágicos colores, olvidando la rigidez de sus formas, sentí la humedad de “Los nenúfares” de Monet, me vi reflejada en un cristal como la dama
pintada por Manet, pude ver las oquedades de Lucio Costa y volver a ser niña en el universo de Miró.
Pero no lograba encontrar a mi querido pelirrojo, ni a mi compatriota el mulato achinado, y solo había podido ver una escultura del alucinado catalán ya que “La persistencia de la memoria” insistía en esconderse. La multitud me hacía vivir la sensación de estar perdida, el cansancio estaba venciendo mi deseo inmenso de poder llegar hasta ellos.
Bajamos al tercer piso “navegando” sobre un mar de gente. Allí nos recuperamos con la alegría e inmediatez del Pop Art. Warhol y Rosenquist nos dieron aliento, un abanico inflable de Claes Oldemburg nos refrescó y un águila disecada de Rauschemberg puso alas de optimismo a nuestros agotados cuerpos.
Descendimos al vestíbulo y en medio del caos, logramos encontrar dos asientos. Me resistía a irme, teníamos una cita con un holandés demente, con un surrealista católico, con un antillano defensor de “El Tercer Mundo”, concertada desde hacía muchos años en un aula especializada de Historia del Arte.
Y entonces… se hizo la luz. A Marcos se le ocurrió revisar en el internet, allí pudimos hacer una nueva visita virtual al MOMA y localizamos dónde exactamente estaba ubicada “La persistencia de la memoria”. Lamentablemente, de “La noche estrellada” y «La jungla” no encontramos rastros. Y dijimos: a unísono, “al menos uno”. Y subimos
de nuevo al cuarto piso.
Ascendimos rápidamente por el elevador. Llegamos no recuerdo ahora a qué número de sala, buscamos y buscamos y entonces… detrás de una pared alejada nos esperaba un óleo de 24 X 33 cm. Lo miré y me burlé de mí misma, de cómo erróneamente siempre lo había imaginado mayor.
Sin embargo, en ese mismo momento la piedra de enormes pestañas y abultada lengua, sobre la que descansaba un reloj derretido, cobró vida. En el espacio bidimensional que la atrapaba, abrió su único ojo y me hizo un guiño. Desde mi alucinación surreal una voz me dijo: “Yo soy Dalí. Puedo ser pequeño y grande a la vez, ser un bogavante, una gaveta llena de secretos, una joven de espaldas. Viviré eternamente en ti. Ese desierto que ahora te muestro se llenará de vida, la rama seca que muere a mi izquierda se llenará de verdor y junto a ustedes, mis hormigas bailarán la danza del pasado, del presente y del futuro.”
En ese mismo instante nos olvidamos del frío, de lo ajeno de una ciudad que no era nuestra, de los tumultuosos espectadores que recorrían el MOMA. Y fuimos felices. Le pedí entonces a Marcos que me hiciera una foto junto a la obra. La tomó deprisa y salió borrosa; me dijo, “vamos a repetirla”. Y le contesté: “No. Déjala así, de esa forma se parecerá más nuestros recuerdos.”
Bajamos uno a uno los escalones, nos despedimos del MOMA. Salimos rumbo a la jungla del asfalto. A nuestro lado iban un mulato de ojos rasgados y un loco neerlandés al que le faltaba una oreja. Nos llevaron hasta la terminal del metro, y en silencio, se perdieron en la ya estrellada noche, de regreso a lo eterno.