Petra Saviñón
La autora es periodista
Hay gente que asume que hacer un favor le da derecho a esclavizar a su favorecido per secula seculorum, que esa persona debe soportarle todo cuanto le dé la gana, inclusive restregarle ese amparo cada vez que quiera.
Maltrato verbal, psicológico, desprecio, humillación, la lista despectiva a soportar es extensa y sus marcas difíciles de borrar, lo que degenera en seres inseguros, apocados, poco asertivos, que es muy posible críen bajo la sombra de esos traumas a otros entes igual de abrumados.
A veces, esa degradación impacta tanto, que la persona beneficiada entre comillas, siente que está condenada a vivir por debajo de su o sus protectores, también entre comillas, e incluso, de su descendencia.
La situación es peor cuando sus hijos igual corren la misma suerte, reciben los mismos vejámenes y esto extiende una larga, una dolorosa cadena que puede abarcar generaciones y generaciones.
Es importante reconocer los bienes recibidos, pero esclavizarse ante quienes extienden la mano no es agradecer, es insano y ocurre que muchas veces esa ayuda es retribuida con creces. Mas, no es notada, porque es vista como el deber, como lo que le toca pagar.
Las secuelas de esa aberración, que otra cosa no es, abarcan hasta males mentales, depresión, la más común. Así, los problemas de salud mental tienen las raíces más heterogéneas y son transmisibles por genética y hasta por convivencia.
Zafarse de esa trampa, de la atadura, del daño causado por un supuesto favor, empieza con lo que sea quizás un duro paso y darlo el camino a una vida distinta.