Petra Saviñón
La autora es periodista
Como una conquista más, llegó el dato desde el correo electrónico de la Procuraduría General de la República, la nota que informaba sobre los 12 meses de prisión impuestos a la madre que mató y luego decapitó a su hija de seis años.
El Ministerio Público logró probar que la mujer no tiene arraigo y por tanto, no debía recibir una medida distinta al encierro. El tránquenla primó.
Pronunciada la decisión, y agarrada la mujer para ser llevada a la cárcel, sus gritos taladraban los oídos. No entendía por qué la condenaban si Dios le había dicho que lo hiciera.
Es igual de incomprensible que un órgano que proclame que ahora sí impera el respeto a los derechos humanos, la cercanía con el ciudadano, pidiera esa coerción, cuando es evidente que la acusada muestra signos de trastorno mental.
¿Qué seguirá ahora, recluida sin la más mínima garantía de que su condición será evaluada y de que tendrá a disposición la intervención que necesita?
En un Estado de derecho, ese tipo de medidas acercan a la justicia a un precipicio al que cae junto con los que no poseen el privilegio de la auyama, los pobres de dinero y de todo tipo de privilegios.
Una madre que comete semejante atrocidad, antes de ser sometida sin piedad al escrutinio público, que degenera en insultos y maldiciones, ha de ser evaluada por profesionales de la salud mental, en una muestra de apego a la justicia y al humanismo.
En modo alguno, la solución primera debe ser meterla en una celda con otras personas que pudieran agredirla o incluso matarla.
El sistema de justicia está compuesto por demasiados elementos y relegarlos, como en este caso, lo muestra deshumanizado, aberrante.