José Alejandro Vargas
El autor es juez del Tribunal Constitucional
No fue sino hasta que un puñado de hombres lo emboscó en la autopista 30 de Mayo, y con una lluvia de proyectiles le ordenó que se largara para siempre, con todos sus secuaces.
No hubo forma de convencer al tirano para que descendiera del presumido pedestal mesiánico que había construido alrededor del ejercicio del poder omnímodo, prevalido de una estulta vanidad que lo llevó a pretenderse el predestinado de la inmortalidad y la errónea concepción de que la verdad solo comportaba exactitud cuando era el resultado de sus inspiraciones, y no de la interpretación que de ella hace la comunidad en búsqueda del consenso democrático.
Nunca lograron hacerlo entrar en razón para que entendiera que la esencia del hombre fue primero que su existencia y que de ahí se concluye que la finalidad humana es alcanzar el bien para irradiarlo en beneficio de todos, con el propósito tangible de lograr la felicidad colectiva y los placeres particulares, tal y como lo persigue ese gran contrato social y político llamado constitución de la república, que es la carta compromisoria del sistema democrático.
Por mayores esfuerzos desplegados, el dictador siempre rehuyó caer en la cuenta de que en un régimen de libertades públicas el poder reside en el pueblo y este lo delega cada cierto tiempo en sus representantes, consagrando su legitimidad mediante la celebración de certámenes electorales donde expresa libremente su voluntad, bajo el convencimiento de que no se recurrirá a subterfugios engañosos ni triquiñuelas perversas para retorcer la intención manifiesta de la mayoría depositada en las urnas.
De nada sirvieron los discursos disidentes y los consejos asistenciales para traerlo al redil de la comprensión y lograr que su propio “yo” abandonara el camino irreflexivo de las ambiciones y se internara en ese necesario espacio de meditación que nos permite sacudirnos del envilecimiento y nos invita a concebir la realidad desde una perspectiva racional, cónsona con las pretensiones comunitarias que nos apremian a gestionar el Estado, desprovistos de las veleidades que alimentan las pasiones subjetivas.
Se creyó el continuador natural de la sabiduría salomónica y esa predestinación imaginaria lo llevó a pensar que estaba por encima de los poderes que conforman el gobierno de la nación, porque, a priori, concebía que para mandar no era ineludible el concurso de las instituciones democráticas, sino su estilo mesiánico, redentor de aquella monarquía francesa que se reputaba el centro del sistema solar, con capacidad para la determinación del día y la noche.
Cuando lo entendía estratégicamente pertinente convocaba a unas elecciones, ordinariamente truculentas, donde el ciudadano acudía a echar su voto, pero no su voluntad, porque en un régimen donde la democracia se pisotea con la ferocidad de las botas se corre el riesgo de que la libre expresión del pensamiento termine siendo un torrente sanguíneo por donde desfilen la sangre y el dolor de un pueblo, ya vilipendiado por los crímenes atroces de la satrapía.
Durante casi tres décadas el pueblo recurrió a todos los mecanismos de solución pacífica para que el tirano comprendiera que el ejercicio absoluto y arbitrario del poder era pernicioso para la paz social, pero no fue sino hasta que un puñado de hombres lo emboscó en la autopista 30 de Mayo, y con una lluvia de proyectiles le ordenó que se largara para siempre, con todos sus secuaces. Nunca sabremos si la eficacia de los impactos le permitieron algún destello para darse cuenta de que, aunque la avenida parecía desolada, en ella estaba toda la población disparando en contra de la tiranía.