María Fals
La autora es crítica de arte
La primera mitad del siglo XX en la República Dominicana fue una etapa de inestabilidad política y económica, de enfrentamientos entre caudillos amantes del poder, de luchas entre partidos políticos simbolizados por gallos de colas diferentes, donde los períodos de estabilidad estuvieron vinculados generalmente al autoritarismo, como ocurrió durante el gobierno de Ramón Cáceres (1905-1911) y con la dictadura como ocurrió en la Era de Trujillo (1930-1961).
Dentro de este convulso proceso histórico ocurrió la Primera Intervención Norteamericana, que se extendió de 1916 a 1924, en una época en que la política imperial terminó robándonos la soberanía con la excusa del no cumplimiento del Convenio de 1907.
Con anterioridad a estos hechos, la República Dominicana se había forjado en medio de luchas contra diferentes metrópolis: España, quien entregó la parte Este de la Isla de Santo Domingo a Francia en el Tratado de Basilea (1795) y a la que luego retornamos voluntariamente durante la España Boba (1809-1821), una Francia de la que nos separamos en 1809 y un Haití que nos invadió tanto en 1801 como en 1805 y que terminó imponiéndonos un dominio de veintidós años (1822- 1844).
Pensamientos divergentes gestaron la Independencia de 1844. Por un lado, el conservadurismo, que tenía como meta separarnos de Haití, pero que no tenía remilgos para entregar Samaná a Francia, para buscar una anexión con EE.UU o para pedir en una carta a una reina que nos convirtiera en una provincia de España, y por otro, un pensamiento progresista y liberal, que planteaba la búsqueda de una verdadera independencia “de toda potencia extranjera”.
En 1861, el general Pedro Santana, que luchó por lograr que nos separáramos de Haití, nos entregó a España en un acto anexionista. Esto fue enfrentado nuevamente por Juan Pablo Duarte, Francisco del Rosario Sánchez y Ramón Matías Mella, líderes liberales trinitarios que previamente habían hecho radical oposición al poder de Haití en la Independencia de 1844. Con el mismo objetivo, el logro la libertad plena, estos Padres de la Patria se volcaron contra el poder de España, que nos dominó entre 1861 y 1865.
Así se llega a la Segunda República (1865-1916) caracterizada por las luchas caudillistas, el regionalismo, la división en “partidos de colores”, los nuevos intentos de anexión, esta vez a EE. UU., la dictadura de Lilís (1887-1899), el aumento de la deuda con Europa y Norteamérica, así como la modernización paulatina, matizada por la entrega de las aduanas al naciente imperialismo norteamericano.
Recordar este marco histórico es útil para comprender el complejo proceso que tuvo el desarrollo de la identidad cultural de la República Dominicana, donde generalmente en las posiciones claves del poder económico y político predominaron sectores pro hispanos, pro norteamericanos o pro franceses, encarnados en figuras como Pedro Santana y Buenaventura Báez, quienes impulsaron una ideología que buscaba desconocer que “nuestro vino, de plátano, pero es nuestro vino” como decía el latinoamericano José Martí en el ensayo “Nuestra América”.
En este contexto, determinados intelectuales y grupos de poder propiciaron la negación de la influencia cultural de grupos provenientes de África, exaltando sólo significativos aportes de España, prefiriendo acercarse al estudio del legado indígena antes que profundizar en el africano, procurando establecer como paradigma cultural la búsqueda del “ no querer ser” que describe Celsa Albert en “ La tercera raíz” .
Sin embargo, la mezcla de culturas, la transculturación, el sincretismo, ese dar y recibir tradiciones, genes y costumbres, fue generando una identidad nueva, un quehacer diferente, único, especial y maravilloso, una forma de hablar, una manera de moverse, de crear y de hacer arte, que forman parte hoy de la identidad cultural dominicana, siempre dinámica y cambiante, en constante evolución a través del tiempo.
Durante su dictadura, Rafael Leónidas Trujillo, nieto de Ercina Chevalier por vía materna, incitó a la matanza de haitianos de 1937. Exaltó lo hispano, negando la huella de lo negro en su fisonomía a través del maquillaje oculto. Voces intelectuales al servicio de su régimen, también “ maquillaron” entonces la identidad dominicana y la acercaron a la de la “Madre Patria”.
Para lograr el “blanqueamiento cultural”, en la década del 40 del siglo XX, se “importaron” españoles, otros europeos y judíos-paradójicamente en muchos casos portadores de ideas progresistas, anarquistas o vinculadas al comunismo-, que huían de los conflictos bélicos del Viejo Continente y llegaban, sin embargo, a los dominios de un tirano que tildaba de comunista toda idea de democracia.
Dicho lo anterior como marco contextual, nos referiremos ahora a las artes plásticas dominicanas. La pintura de nuestro país tuvo una figura femenina trascendente a comienzos del siglo XX. Esta fue Celeste Woss y Gil (1890-1885), maestra tanto por su arte como por su labor docente, quien representó la belleza del mestizaje en sus pinturas de desnudos, en un mercado donde una negra acomoda su mercadería, demostrando la validez de temas que habían sido desdeñados casi siempre dentro de la pintura dominicana. Jaime Colson (1901-1975), maestro de generaciones, mostró una pintura trashumante, metafísica y atemporal, vinculada a su aprendizaje en Europa, pero en otros momentos fue poseído por el deseo de mostrar lo propio, ya fuera en un rostro dominicano, en la figura de un negro esbelto, en un merengue donde todas las razas se juntaban para sacar del alma lo más ancestral.
Darío Suro (1917-1997) estuvo en el México de los muralistas durante los años cuarenta del siglo XX. Estando en contacto con los “orgullosamente mexicanos” se sintió “orgullosamente dominicano”. Mientras Diego Rivera exploraba en lo indígena inextinguible, Suro se volcaba a pintar lo propio, a representar la raíz menospreciada, recreando en su obra a una negra bañista de mirada intensa, al violín, cansado de interpretar valses vieneses, que cobraba vida en las manos de un músico afrocaribeño, en el mismo momento en que un caballo blanco se hermanaba con uno negro en el universo de las antinomias.
En 1942 se creó la Escuela Nacional de Bellas Artes, siendo su primer director el español Manolo Pascual. En ese mismo año se inician las Bienales dominicanas. En nuestro arte , lo sintético, lo geométrico y lo imaginario, propios del cubismo, del expresionismo y del surrealismo, y típicos también del arte tradicional africano, se van haciendo cada vez más presentes. Al mismo tiempo, en el aspecto conceptual se observa lo mítico, lo costumbrista, el autoconocimiento paulatino, la comprensión del pluralismo cultural del que venimos.
En esta búsqueda de lo propio, de lo identitario, influyeron muchos artistas españoles, quienes fueron profesores de la Escuela Nacional de Bellas Artes o estuvieron de forma temporal en la República Dominicana. José Gausachs (1889-1959), artista catalán enamorado del trópico, a través de sus “negritas” y sus seres espirituales, se relaciona temáticamente con nuestra religiosidad popular. Fue maestro de Clara Ledesma (1924-1999), creadora dominicana relacionada con lo afrocaribeño, característica observable implícitamente en la poderosa cosmogonía personal presente en su arte.
Entre los egresados de la Escuela de Bellas Artes se destacó Gilberto Hernández Ortega (1924- 1978) quien, junto a Clara Ledesma, Jaime Colson y José Gausachs conformaría posteriormente el grupo de “Los Cuatro”. A través de sus imágenes populares, sus mujeres negras como la vida o blancas como la muerte, sus figuras deformadas y expresivas con fauces abiertas, sus cabezas de medialuna y la magia desbocada de sus seres espectrales, Hernández Ortega nos llevó más allá de lo aparente para poder renacer del otro lado del espejo.
Ramón Oviedo (1924-2015), artista dotado de un pincel poderoso, creador de un colorido intenso que viajaba desde las gamas oscuras hasta una iluminación más potente, llenó su geometrismo de una gran fuerza telúrica, dotándolo de una gestualidad cargada de la savia perenne de lo dominicano.
El mérito de todos estos artistas, y de otros de su época, fue dar visibilidad a ese tercer pilar del trípode de la dominicanidad, lo afro dominicano, vinculándolo a otros antecedentes, en un difícil contexto que buscaba invisibilizarlo. El legado de todos ellos se extendió a artistas posteriores que mantienen viva en su obra la búsqueda de todo lo que nos identifica y nos hace ser únicos.