Petra Saviñón Ferreras
Las burlas siempre han existido, la gran excusa.
-Eso es cosa de muchachos. Cuando éramos chiquitos nos decían de to’ en la escuela y nadie tá muerto por eso-
Ese tipo de manoseadas frases denotan la poca importancia que algunos adultos dan a las vejaciones entre compañeros en los planteles.
La reacción podría sustentarla alguna de estas causas, quienes las expresan no sufrieron estos abusos, no les impactaron, quieren hacerse los fuertes o su cerebro ha bloqueado ese sufrimiento como mecanismo de defensa.
Cualquiera que sea de estas opciones, no borra la realidad cruel de los niños víctimas de situaciones humillantes, lancinantes, que anulan su personalidad y menguan sus capacidades intelectuales y algunas incluso han degenerado en la tragedia del suicidio o la muerte a manos de condiscípulos.
La poca disposición mostrada por algunos centros de estudio frente a este flagelo lo fortalece, incentiva a quienes lo han convertido en un hábito y aumenta el martirio de los que lo padecen día a día.
Para muchos, asistir a la escuela ha pasado de una actividad placentera en la que convergerá con sus coetáneos a una tortura que ya no quieren vivir.
Ojo. Esta dejadez incluye a los colegios, esos lugares privados, inclusive los cristianos, que no escapan a la crueldad infanto-juvenil.
¿Hasta cuándo permanecerán las autoridades educativas inactivas frente a esta atrocidad?
¿Cuántos niños más deben morir?
¿Hasta dónde llegarán los espacios privados en su ocultamiento para hacer creer que todo está controlado y evitar manchas a su reputación?
Como si esa conducta no fuera la gran mácula.