Petra Saviñón Ferreras
Las múltiples situaciones a las que está enfrentado un dominicano desde que nace hacen una casi proeza que llegue a la adultez con pocas experiencias desagradables que contar
De un lado, la violencia que acecha en sus múltiples vestidos: riñas, asaltos, accidentes de tránsito. De otro, enfermedades catastróficas, cada vez más en auge, incendios, intoxicaciones, alto costo de la vida
Esta suma de fatalidades aunada a los conflictos internos del alma humana por déficits emocionales que derivan en depresión y hasta en suicidios, teje un panorama sombrío alrededor de la gente, que mejor ni pensarlo
De todos estos males, el más preocupante es la delincuencia. Aunque no extingue la alegría manifiesta en el diario vivir, sí mella la efusividad, sí preocupa y hasta genera una especie de paranoia colectiva
¿Duda? Párese en una acera a plena luz del día al lado de un desconocido, verá como le mira de reojo y con discreción o sin ella pondrá distancia de por medio
El dominicano, innata alma solidaria, ya no cree en las desgracias ajenas y al contrario, las ve como argucias para dañarlo, para arrebatarle bienes o incluso la vida
Así va marcado por disímiles situaciones propias y ajenas. Por ejemplo, cuando un accidente de la índole que sea afecta a un conocido o a un extraño, refuerza su seguridad y la de su hogar
En esos casos corre a poner las barbas en remojo. Lo mismo cuando una enfermedad ronda cerca y poco a poco estas desventuras roban alegría
Y es así como podría el fatalismo hacernos pensar que cada generación sería menos alegre que la otra. ¡Zafa!