Por María Fals
M.A.Crítica e Historiadora del Arte
Hoy más que nunca se necesita un sustantivo que sea a la vez verbo, que cambie el mundo con su poder y su entrega. Ese verbo-sustantivo se ha ganado con creces que le llamen artista.
Es el arte un mecanismo de ruptura, de crecimiento humano que permite evadirse de la realidad, conocerla o transformarla de acuerdo con la voluntad de ese ser todopoderoso que llamamos artista.
A través del tiempo, el papel de este sujeto ha ido evolucionando. En las cavernas del paleolítico el artista-sacerdote pintaba los caballos al galope para invocar fuerzas superiores que trajeran alimento y abundancia. Más tarde, en el Egipto Antiguo los llamados artesanos desarrollaron un arte anónimo de carácter teocrático.
En la Antigüedad Grecolatina el fabricante de obras escultóricas se revistió de humanismo, se centró en las personas, en su belleza y poder, cincelando a los dioses a su imagen y semejanza.
En las catacumbas romanas del arte paleocristiano, el creyente artesano revistió de materialidad las esencias de un Dios que se hizo carne para purgar los pecados del mundo. Creó imágenes de orantes, de pastores que llevaban la oveja perdida a “prados de delicado pasto.”.
En el período románico el artista siguió siendo un ente sin nombre, un todopoderoso que desde la sombra pobló muros oscuros con figuras de santos, con imágenes del Cristo Pantocrátor y con vírgenes hieráticas.
Ya a fines de la Edad Media, el arte se abre a la luz multicolor de los ventanales de tracería gótica, donde las cofradías de vidrieros artesanos nos permitieron abrir los ojos a un mundo más feliz.
Cuando Vasari escribió en 1550, a finales del Renacimiento, su libro “Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos”, nos puso de relieve una nueva visión sobre el papel del artista, gestada por mecenas protectores como los Médicis, que desde el siglo XV ya venían apoyando a gestores de formas que aunaban, al decir de León Alberti “la proporción y la armonía entre las partes”.
En el Renacimiento el artista adquirió nombres propios, fue exaltado por encima de la gente común y se le otorgó un papel preponderante que lo dignificó y reafirmó. Por eso conocemos hoy quién pintó la bóveda de la Sixtina y al hombre que con pincel en ristre nos dejó la mirada eterna de la Gioconda.
Sin embargo, en otros lugares del mundo como la América colonial el artista continuó en el anonimato, en ese limbo en el que era considerado sólo un artesano o maestro de obras, muchas veces de origen indígena o mestizo, que por sus destrezas empíricas era capaz de construir una vivienda o de fabricar con sus gubias el cuerpo lacerado de un Jesús yacente.
En la Europa del Barroco, el Rococó y el Neoclásico se alzaron numerosos nombres que quedaron en libros de Historia del Arte, registrándose los de Juan Lorenzo Bernini, Antoine Watteau o Jacques Louis David. Sólo ocasionalmente se hicieron referencias a los de mujeres como Rosalba Carriera y Angélica Kauffmann, por las concepciones sociales de la época que marginaban al género femenino.
En el Romanticismo aparece el artista “maldito”, el Géricault capaz de pintar la cabeza de un guillotinado o sugerir un hecho de antropofagia en “La Balsa de la Medusa”. El artista revolucionario y crítico, que condena entre otros males la corrupción política, se levanta en el Realismo, cuando Daumier en su caricatura “Gargantúa”, hace defecar al rey cruces de la legión de honor mientras devora monedas.
A finales del siglo XIX el artista bohemio, que rompe esquemas creativos, que se refugia en una buhardilla en los barrios bajos de París, que visita el Molino Rojo y recrea la danza, la música y la alegría de vivir, se marcha a Tahití en busca del Paraíso perdido. Nombres como Claude Monet, Paul Gauguin, Henry de Toulouse-Lautrec se agigantan en la memoria mientras un Van Gogh sin una oreja se suicida frente a un campo de trigo poblado de cuervos.
Llegado el siglo XX y sus Vanguardias sigue la leyenda del artista que revoluciona el arte, demostrando que lo feo tiene espacio en la creación artística y que el canon griego de perfección y belleza no es la única forma de recrear lo que llevamos fuera y dentro de nuestra identidad. Al mismo tiempo, poco a poco se sigue desarrollando un mercado de arte que ya desde el siglo XVIII había sustituido al mecenas por el marchant.
Hoy el artista sigue siendo ese genio recogido por la memoria escrita, aunque veces sea olvidado por la crítica o por el deprimido mercado. En nuestros días se vende en 120 mil dólares el guineo pegado a la pared de Maurizio Cattelan. Nos escandalizamos de este hecho, mientras olvidamos las 90 latas comercializadas a precio de oro por Piero Manzoni en 1961, con el título grotesco de “Mierda de Artista” para satirizar la compraventa de obras.
Actualmente el que elabora arte tiene un nombre individual que es su huella. Se proyecta como el demiurgo que salva y sana, que confraterniza y se revela a través de sus manchas de color, de sus texturas, de sus palabras o del sonido de su música.
Hoy más que nunca se necesita un sustantivo que sea a la vez verbo, que cambie el mundo con su poder y su entrega. Ese verbo-sustantivo se ha ganado con creces que le llamen artista.