Nelson Encarnación
En mi reciente viaje a España fui invitado por una pareja compuesta por un médico dominicano y una politóloga española a compartir en un excelente restaurante de las afueras de Madrid, que resultó ser una de nuestras sorpresas más agradables.
Junto al colega Menoscal Reynoso, los amigos nos condujeron a un lugar lleno de historia —El Pardo— que no podía pasar inadvertido por todo lo que encierra en términos emocionales, no sólo para los españoles de varias generaciones pasadas, sino para las siguientes, y sobre todo para quienes amamos la historia.
Tan pronto nos dijeron que el restaurante se encontraba en esa comarca, no pude aguantar las ganas de adentrarme en el tema del generalísimo Francisco Franco, aunque por razones elementales solo mencioné el hecho de que nos hallábamos en el lugar predilecto de uno de los criminales más notables del siglo XX.
En el viejo Palacio de El Pardo, de Carlos V, tenía Franco su lugar de residencia, adonde se retiraba cada noche a descansar plácidamente, luego de una jornada en la que, probablemente, dejaba encargados los asesinatos que sus criminales ejecutarían en las aciagas horas nocturnas.
Hablamos de una de las carnicerías humanas más deleznables de la historia europea y mundial, cuando se calcula que más de 400,000 personas fueron asesinadas o desaparecidas en un frenesí sangriento sin igual.
Esta referencia la hago a propósito del premiado documental que sirve de título, realizado en 2016 y presentado ahora por Netflix, donde se recoge parte de esa historia criminal, y particularmente la lucha de sobrevivientes de torturas en las cárceles franquistas y de descendientes de víctimas de aquel horror para que se les haga justicia.
Es un testimonio viviente de ese esfuerzo culminado como un viaje a ningún lado, luego de que la “democracia” que siguió al “Caudillo” no fuera capaz de llevar al banquillo a toda una legión de torturadores y matones que se sentían a gusto causando dolor a tanta gente y placer a un genocida que, inexplicablemente, murió tranquilamente en su cama.
El juez Baltasar Garzón trató de desenterrar lo que pudiera de aquel horror, pero la Justicia de esa “democracia” le cerró el paso y le proscribió del ejercicio como magistrado de la Audiencia Nacional.
La magistrada argentina María Eugenia Servini encaminó diligencias muy serias en procura de enjuiciar a los criminales franquistas que estuvieran al alcance de la Justicia, pero su determinación encontró la negativa española, bajo el alegato de la “amnistía”, que no fue más que una transacción normada por la cobardía que suele acompañar a muchos llamados demócratas. Creo que vale la pena ver “El silencio de otros”.