Petra Saviñón Ferreras
Como una estampa maldita, las desgracias sacuden a Haití de forma perenne, desde antes de ser República, o sea de comprarle a Francia una libertad tan cara en un acuerdo tan repugnante.
La violencia parece algo tan natural en ese terruño que hasta la naturaleza le golpea de forma insistente, inmisericorde. Claro, su lancinante pobreza ayuda.
Ahora, las bandas dueñas y señoras de esa tierra de nadie, imponen su caos en una imitación de la Colombia ochentista o del Talibán, con distancias guardadas.
Estos rebeldes también asumen un aire de patriotismo en medio de los secuestros, los saqueos y las muertes. Por eso rinden culto a sus padres fundadores Dessalines y Louvertore.
En este instante en el que la situación es tan caótica como nunca, hay que echar una mirada a ese país, a esa gente y dejar de lado los extremismos que solo agrandan las heridas. Ver con objetividad el tamaño de la tragedia.
Esta misma neutralidad debe hacer entender que esa nación requiriere de muchas manos, que la dominicana sola no basta, que hay una realidad tangible que amerita de soluciones macro, de solidaridad enorme.
Es momento de que la sensatez gane la partida y entendamos que esta situación amerita de salidas guiadas por un respaldo colectivo y efectivo, más allá de los análisis, de las promesas, que quedan en eso, en allante.
Haití necesita y merece soluciones contundes, más que cumbres, que implican gasto excesivo, más que teóricos que analicen su descalabro, y esa respuesta debe ser desinteresada, fijada en el ánimo de ayudar, no de ayudarse, de lucrarse con la desgracia haitiana.
Esta es la hora.