María Fals
M.A. Crítica e Historiadora del Arte
El término “apropiacionismo” está muy de moda en nuestros días. “Apropiacionismo” viene lógicamente de la palabra apropiación, sinónimo de tomar para sí algo que es ajeno. La apropiación no necesariamente es un plagio, puede ser una parodia de lo anterior, una adaptación o “remake” dentro de un nuevo contexto o conceptualización, o simplemente una alegoría simbólica. Sin embargo, la línea fronteriza entre apropiación y plagio es muy delgada, los separa a mi juicio un solo aspecto: la creatividad en la propuesta conceptual y/o formal.
Existe un viejo adagio: “No hay nada nuevo bajo el sol”. Sin embargo, considero que el desarrollo de la producción artística se mueve en una espiral marcada por las repeticiones de antiguas fórmulas, por la superación de lo anterior y por los nuevos aportes. En esa amalgama va quedando paulatinamente sólo aquello que responde a las necesidades y paradigmas socioculturales de cada momento histórico.
A mediados del siglo XIX el gran Édouard Manet presentó ante el Salón de 1863 una obra-escándalo llamada “Almuerzo Campestre” o “Almuerzo sobre la hierba”. Esta no fue aceptada y tuvo que ser expuesta en el Salón de los Rechazados. La historia se repite en todo tiempo, tal vez porque muy en el fondo seguimos siendo los mismos. Sin embargo, este cuadro se parecía profundamente a la “Fiesta Campestre” del renacentista veneciano Giorgione: ambas creaciones tenían dos figuras femeninas y dos masculinas, los protagonistas estaban sentados sobre el césped en un ambiente informal, los hombres, a diferencia de las mujeres, estaban vestidos y las damas antiguas tenían cierto parecido con las más recientes.
El cubista Picasso hizo homenaje en varias versiones a su predecesor, el barroco Velázquez, recreando en la década del 50 del siglo XX a sus “Meninas”. Las captaba deformadas a través de lo geométrico, en una estética diferente donde primaba la estilización, la experimentación y no la copia fiel de la realidad. El perro que nos miraba desde el cuadro del siglo XVII se transfiguraba en el cosmos picassiano en una figura alargada o angulosa, la infanta se tornaba una cruz de largos cabellos sobre un rectángulo, la figura que abría la puerta de fondo mutaba y se oscurecía. Era otro el decir, otro el modo de expresión, otro el propósito y el sentido, aunque éstos se basaban en el respeto a la obra original y a su autor.
El irlandés Francis Bacon, en 1953 retoma también al “Inocencio X” de Velázquez y lo convierte en un grito, en un referente de la oscuridad, de la angustia y de las sombras, deformando sus labios en un grito que recuerda el ataque de pánico de Munch al cruzar un puente, cambiando de tonalidades, dejando los cálidos rojos por las tonalidades fúnebres y frías de los violetas, a través de los cuales la figura del difunto Papa se desintegra, languidece y se aniquila.
Ya en la Postmodernidad el arquitecto Aldo Rossi, entre 1972 y 1976, realizó en Italia la biblioteca de la Escuela Elemental de Fagnano, Olona evocando el plano circular del Templete, convirtiendo su cúpula en un cono transparente. Mucho antes, el florentino Bramante, autor de la obra que sirvió de referencia al edificio de Rossi, se había inspirado en los templos circulares de la Antigüedad Latina, que a su vez recibieron influencia de los tholos griegos.
En esta Post Postmodernidad que nos embarga, donde el temor al futuro obliga a muchos a considerar que todo lo pasado fue mejor, en el que el relativismo es la palabra de orden, los versos de Ramón de Campoamor (1817-1901) están más vigentes que nunca. Por eso decimos, muchas veces a coro: “En este mundo traidor nada hay verdad ni mentira (…)”. En el mundo de hoy la trashumancia, el retorno a lo antes creado y el eclecticismo son los pilares del arte. El mercado de la cultura artística vende con frecuencia a altos precios la nada, los excrementos, un carro de limpieza, una fruta pegada a la pared.
Con esos presupuestos, basados en el individualismo y en la subjetividad como puntos de partida, podemos decir, como dijo el afamado poeta antes citado: “todo es según del color del cristal con que se mira”.
La cultura artística refleja la época en que se gestó; podemos saber cómo vivían los antiguos egipcios por sus pinturas sobre las paredes, saber que tenían un estado teocrático por el tamaño de la figura del faraón y su centralización en los relieves, analizar la fuerza de la religiosidad en el Medioevo viendo las pinturas murales de los monasterios y conocer que el ser humano del siglo XVI tenía confianza en sí mismo observando el David de Miguel Ángel.
Ya en el XX pudimos sentir el horror de la Primera Guerra Mundial en los cuadros de Otto Dix y la huida feroz hacia un mundo diferente en los “Rehenes” de Fautrier, que reflejaban la angustia de la Segunda Guerra Mundial.
El arte actual, la crítica de arte, la gestión cultural, se corresponden entonces a los decires y quehaceres de nuestra acuosa, amorfa y ambigua época donde nada es nada, todo es todo y la nada es el todo. Por eso el límite entre plagio y apropiación artística está condicionado hoy a la libre interpretación del sujeto. Usted tiene la última palabra… sea usted el jurado.