María Fals
M.A. Crítica e Historiadora del Arte
La cosmovisión social e individual ha estado presente en el espejo del arte en todo tiempo humano. Lo artístico en sí mismo tiene un doble carácter: objetivo ya que refleja la realidad circundante y subjetivo, pues muestra la percepción individual en torno a lo representado.
Desde las remotas cavernas, donde hace miles de años los seres humanos pintaban su universo mágico para acercar el sustento a su horda, las personas han mostrado en sus creaciones artísticas su concepción del mundo. En la Edad Antigua el arte se revistió de un carácter teocrático en el caso de la cultura egipcia, utilizando el hieratismo para las figuras sagradas del faraón y sus dioses, mientras que su representación se hizo más realista en las escenas de trabajo de la gente común.
En la Grecia Clásica, la búsqueda del orden y la medida como indicadores de belleza se relacionan con el pensamiento aristotélico. Allí el antropocentrismo se hace presente, siendo la figura humana el centro de todas las cosas. Las esculturas evolucionaron así desde los rígidos ademanes de los Kurois y las Korés, hacia la belleza clásica idealizada del Doríforo de Polícleto, para concluir descubriendo la hermosura de lo imperfecto en el período helenístico.
Ya en la Antigua Roma la visión del ser humano como centro se volvió más pragmática, el hombre político desea ser representado como símbolo individual de fortaleza y poder. Se esculpieron en mármol los musculosos cuerpos de fornidos emperadores, mientras su faz enjuta o deforme hablaba de la verdadera realidad de su aspecto físico y de su alma.
El período Gupta en la India Antigua relacionó el ideal de la belleza clásica que le aportaron las conquistas de Alejandro de Macedonia con la espiritualidad budista, logrando imágenes de estilizada armonía y simbolismo. Más tarde, las stupas y chaityas pueblan sus muros de arte erótico, de tentaciones de la carne convertidas en relieves de piedra que ponen en peligro la contención de los deseos de los célibes monjes.
En la China la simbología taoísta se apreció en decoraciones de dragones, grillos y tigres, sobre bronces y cerámicas, representando la antinomia que preside todo cuanto existe. Más tarde el budismo allá extendido convocó a paisajes asimétricos y minimalistas, donde la transparencia y lo frágil, la sutileza de la tinta o del color sobre el papel invitaba a meditar y a viajar espíritu adentro, para encontrarnos con nosotros mismos.
En el África Subsahariana el arte tradicional representa aún esa vida paralela que son los mitos y leyendas. Ese mundo, no visible para los ojos simples, acompaña al africano como parte de sus cotidianeidad: sus ancestros y los antílopes sagrados son representados en máscaras de iniciación, los hermafroditas espíritus fluidos del agua de los dogón se observan en las tallas en madera, la representación de la naturaleza como fuerza viva, heterogénea y en constante cambio se siente en las cerámicas y en las escultopinturas de los pueblos de este continente, desde el Níger hasta el Cabo de Buena Esperanza.
Y en las regiones de la costa norte de África, en amplias zonas del Sahara, así como en España y vastas zonas de Asia se aprecia la presencia del islamismo con su visión de que solo las abstractas y estilizadas esencias pueden servir como marco de representación de lo divino. Flores, estrellas, lunas, triángulos, rombos, círculos concéntricos llenan cual encajes los muros de las mezquitas y las madrazas, en un homenaje a Alá, su único creador de todo lo visible y lo invisible.
Europa en la Edad Media representó en las criptas de los monasterios románicos a seres de ojos desmesurados, con cuerpos desproporcionados y carentes de sonrisas, aunados en composiciones de rígido equilibrio, representativas de una concepción del mundo donde lo religioso se convirtió en un dogma cerrado y maniqueo, así los muros gruesos, las ventanas pequeñas hablaron del temor a salir de lo ya estipulado, conocido o permitido.
Ya en el Gótico, al final de la Edad Media, una nueva visión del mundo conjugó lo teológico con lo mundano, manifestándose en los vitrales policromos y en la grandiosidad de los pináculos que buscaron unir lo terrenal y lo divino.
Desde fines del siglo XIV, un Renacimiento cuestionador del orden establecido, explorador de nuevas tierras y visionario abrió el camino a conquistadores, a científicos, a artistas, a humanistas, que leyendo en el latín de los Antiguos logran descifrar el futuro o construirlo. El hombre de Vitruvio cobró vida en los cuadernos de Leonardo, las Escuela de Atenas renace bajo arcos repetidos, la perspectiva nos habla de un mundo tridimensional que se extiende hacia todas partes y un Jesús semidesnudo condena a los viles al suplicio eterno desde el altar mayor de la Sixtina.
En el siglo XVII dos concepciones religiosas diferentes, pero basadas en el amor a Cristo se debatieron y el arte captó su enfrentamiento: por un lado, se aprecia el plácido universo de la Reforma religiosa de los paisajes holandeses como “La vista de Delf”, mientras al sur, en la católica España los santos de José de Ribera se convierten en mártires adoloridos y tenebristas. Entretanto, un Rubens sensual y fascinante pobló de desnudos los fértiles campos, representando la permanencia de lo humano y del festín de los sentidos.
Ya en el siglo XVIII se deslizaron en el arte las concepciones de clases en pugna que se enfrentaron ideológicamente: el galante y frívolo Rococó, reflejo de la pereza y del vacío de los nobles, fue languideciendo con sus colores pasteles, mientras avanzaba el Realismo burgués de un Chardin y de un Hogart. Sobre todo, fue triunfando el Neoclasicismo, el eterno retorno a lo grecolatino, cuyos criterios de belleza basados en lo racional, rítmico y ordenado eran del gusto de la floreciente burguesía entronizada.
La Ilustración y la Revolución Industrial impregnaron el arte de mediados del siglo XVIII y principios del siglo XIX, con leyes formales que se convierten en principios inalienables de toda creación artística. Las nuevas tecnologías, tales como el uso del vidrio y el hierro y más tarde del acero usadas en las estructuras de los edificios, nos hablaban del avance de las industrias, de las nuevas tecnologías impulsadas por el desarrollo del capitalismo.
La búsqueda de lo individual, de lo sentimental, instintivo, natural y poético, así como el principio de la libertad personal y la admiración por el pasado medieval convocan al desarrollo del Romanticismo, mientras que el positivista Augusto Comte le dice al realista Courbet que un artista es un ojo para ver y una mano para pintar. Daumier, mientras tanto, miraba las manos enrojecidas de una lavandera y pintaba un Quijote sin rostro que nos representaba a todos.
El Impresionismo quiso revolucionar en 1874 solo el campo del arte, cerrando los ojos a un París recién devastado durante la guerra Franco Prusiana y la Comuna de París. Los paseos por el Sena de modistas y remeros, la alegría de vivir en un mundo efímero, diluido por el color y las luces cambiantes del amanecer fue su centro y su refugio para no recordar los malos momentos.
El Postimpresionismo en su diversa amalgama buscó la ruptura con las concepciones tradicionales de belleza, con la perspectiva, con la proporción, mostrando un camino diferente donde la rebeldía fue el norte, abriendo así el camino a las vanguardias del siglo XX. Tal vez lo motivó el presentimiento de futuras guerras, de holocaustos y hecatombes, que lo llevó a cambiar hacia una estética cada vez más catártica e individual.
En los comienzos del siglo XX, experiencias de pre y post guerra influyeron en las visiones expresionistas con las que Otto Dix pintó los Veteranos de Guerra. El Dadá negó en su refugio de Suiza todo lo existente, buscando la estética de lo absurdo, impresionados por ese sin sentido que estaba llevando a la muerte a 17 millones de seres humanos. Entretanto, había nacido hacía unos años el geométrico cubismo, cuyo hermetismo formal se abriría con fuerza al mensaje pacifista ante el impacto de la Guerra Civil Española y la matanza de Guernica en 1937.
Lo freudiano y el marxismo, cual cita de paralelas, se conjugaron en el Surrealismo, saltando desde la búsqueda de lo inconsciente hasta el contenido social. Nació así un universo ajeno al predicado automatismo psíquico puro, que abrió paso a la imaginación e hizo posible al imposible.
En la segunda mitad del siglo XX, el arte de masas, el criterio del arte como mercancía, llevó a un artista del Pop a plantear que la gente compraba hasta un trapo chorreando pintura si era creado por un artista famoso. A su vez Piero Manzoni, en un acto extremo, subastaba sus propios excrementos enlatados para decirnos de manera más directa que el concepto tradicional del arte yacía moribundo en las manos de los mercaderes.
El pensamiento existencialista, negador de leyes, ese que exalta el azar, la náusea y lo casual se mantiene vigente desde mediados del siglo XX hasta el actual 2021. Muchos de sus principios relativistas se replican en el arte que nos envuelve, en ese ir y venir de tendencias repetidas disfrazadas de “novedosas”, donde las trenzas, los iglúes abiertos de neones y varillas, las escaleras sin pasamanos y el videoarte, se combaten y se hermanan en la fragilidad de un universo sin fronteras, donde todas son verdades relativas o intereses, donde los conceptos cerrados de bien y mal, belleza y fealdad, sublimación y bajeza se invierten o divierten, danzando al son postmoderno de los likes y la censura en las redes sociales, mientras el criterio de los críticos muchas veces cierra el paso al sentido común.
Cada obra de arte en todo tiempo ha reflejado las concepciones de una época y a la vez la cosmogonía individual de su creador, ese que no es más que una pieza del enorme rompecabezas que conforma la Humanidad. A través del arte seguiremos siempre penetrando en espacios de sentidos compartidos, en percepciones e ideales personales y colectivos que nos hacen a todos ser humanos, ser divinos y soñar.