María Fals, M.A.
Crítica e Historiadora del Arte
Desde comienzos de junio el Museo de Arte Moderno, dirigido por el arquitecto Federico Fondeur abrió sus puertas a la 29 Bienal de Artes Visuales, dedicada al maestro Orlando Menicucci, acogiendo a los artistas y a sus obras, a los críticos, a los periodistas y al público especializado, a los promotores culturales, galeristas y coleccionistas, a los estudiantes del Artes, de Crítica de Arte y al público en general. Sobre todo, ha estado invitando a vivir la experiencia de reflexionar sobre su muestra al simple ciudadano de todas las edades, a ese que recorre las calles por donde transcurre nuestro diario acontecer.
Cuando recorres paso a paso el discurso creado por Nelson Ceballos con las 286 obras seleccionadas por un jurado integrado por Plinio Chahín, Irene Esteves y Amable Sterling, puedes comprender la diversidad de esta Post Post modernidad que nos envuelve y alberga.
Obras de diverso formato y temática, que abarcan ambientaciones semiocultas que denuncian problemáticas terribles como el feminicidio, a veces físico y a veces moral, instalaciones que condenan la pobreza que obliga al éxodo, fotografías que muestran las costumbres y el modo de vida de la gente común.
Nos toca todo el tiempo el tema ambiental en la pintura, nos intimidan las frecuentes caretas que, para alejar lo tóxico, nos separan de una naturaleza enferma que debemos rescatar.
El tema de la fe, defendido o cuestionado en corazones y crucifixiones ante la vista de la multitud, collages de latas de sopa de tomate aplanadas y deconstruidas, y al mismo tiempo rehechas en otra versión de sí mismas, el grito de una faz que contiene muchas caras que son partes de su esencia, la cordura y la locura, lo identitario, la crítica política expresada utilizando esos alfileres de colores evidentes, traspasando la lengua, deteniendo la palabra, mientras los ojos miran hacia puntos diferentes, buscando la salida.
Un anciano mutilado nos contempla desde un gran formato. Duarte iluminado se aprecia detrás de oscuros telones transformando el espacio con sus sueños. En el otro extremo, máquinas plateadas, con brillantes luces, nos alegran el alma, custodiadas por el grafiti y el arte urbano, mientas los atrapasueños nos dicen que es posible ser felices.
El árbol de la vida está sembrado a un costado, la ballena ha muerto por la contaminación y el plástico, las manchas de colores chorreadas resurgen conociendo al caos, un caracol de azules y espumas nos murmura el origen del ser, mientras la abundancia nos espera sentada del otro lado de la calle de los sueños por lograr.
Un Adán se proclama, un delfín camina sobre cielos coronados de una música silente, entretanto buscamos el fuego interior en vasijas de leche perforadas y caminamos en sueños por un atajo de azúcar y grilletes, cavilando entre lo dulce y lo amargo, pagando el precio de la libertad. Columnas de espejos se deshacen en las miradas mostrando el universo gris de sus designios, lo efímero del vivir y del crear.
Mientras tanto, Pachamama se alza con su flor y machete, y una niña abraza, y unos barcos vuelan sin olvido, y los avioncitos de papel navegan sobre cuadernos perdidos, más allá de ese todo, donde lo posible y lo imposible se mezclan y renacen. En el mismo instante en que el círculo se abre, una mula de rosa se duerme en sus lechos de polvo, cerca de un cayuco atestado que se hunde en el mar.
Vienen al convite las escuadras, los rombos y las espirales, las alegrías y las confusas tristezas, el cuestionamiento de la nada que nos toca vivir y, sobre todo, en su afán de reencuentros, las ruedas y los cuervos, el gentil territorio de los abrazos, los campos pintados, las hojas al viento y ese río que avanza hacia el parto de bronce que nos tiene despiertos.
Los olvidados bancos, cubiertos de salitre, se deslizan hacia un plano vertical que los acorrala y olvida. Una rubia a caballo proyecta la sombra de aquello que ya fue, el infierno se expande, la verdad se suaviza y una niña nos mira con recelo a través de sus puños.
El New York global se alarga, las casas se retuercen oníricamente y las puertas se abren para alejarnos de las ratas que se esconden en el fondo del miedo. Senos a la espalda, tacones de lodo y una pregunta en el rincón más oculto: “¿hacia dónde vamos?” Hacia las palmeras, hacia los cuerpos desnudos, hacia las lenguas salientes, hacia las líneas quebradas, hacia las luces y hacia las sombras de esa eterna espiral en que somos diversos, en que nada nos mata, más allá de lo estipulado y cosificado, salvando los escollos con instintiva razón en un salto sin pértigas hacia un mundo mejor.
Gracias Ana Agelán, curadora del MAM, por tu limpia y sabia mirada, a los guías alumnos, a los espacios, a las ventanas, a cada rincón de ese lugar donde el arte y la cultura dominicana celebran el festín de los sueños al que todos hemos sido convidados, unos como espectadores-decodificadores, otros como creadores de multiversos interpretativos. Larga vida a la Bienal, donde el arte nos seduce y nos susurra “se puede”, “se logra” y “sé libre”.