Petra Saviñón Ferreras
En un universo de eterna competencia, en el que sus moradores viven fijos a la idea de tener para ser y en ese espacio en el que el egoísmo está tan amarrado al consumismo, el sufrimiento ajeno es cada vez menos significante.
El dolor del prójimo, del próximo, de ese que está ahí cerquita, no inmuta, no mueve a compasión. Quizás por esto las muestras de solidaridad asombran y su rareza las convierte en acciones a destacar.
Es esencial retroceder, mirarnos en el otro, preocuparnos por el estado del vecino, mostrarle que su dolor nos impacta, nos impulsa a ofrecer nuestras manos, nuestros hombros, nuestros oídos y nuestros abrazos.
Una sonrisa, una palmada, la simple compañía, la certeza de que estamos a disposición son remedios tan efectivos, tan certeros.
Es obvio que este mundo tan carenciado, amerita más gestos de conmiseración, de entrega, los mejores antidepresivos para una humanidad golpeada y aferrada a una soledad cada vez más cruenta.
Sí, todavía estamos a tiempo de practicar esta terapia que sana al que la recibe y al que la ofrece. Gana esta sociedad tan dolida y aislada.