Margarita Quiroz
«¿Mami, tu estás segura que el coronavirus no te agarrará? ¡debemos de orar mucho para que el coronavirus se vaya!» Por un momento no supe qué decir, pensé que ella no tenía claro lo que en el país y el mundo estaba pasando.
La pregunta, seguida de este certero comentario, la hizo mi hija Sarah Leonor, de apenas nueve años de edad y con la condición de autismo. Tal vez por eso, porque entiendo que ella vive enjaulada en su mundo, no había pensado que podía salir con esta paralizante interrogante, justo en el momento en que iniciaba la pandemia en el país, y cuando me disponía a salir a trabajar, porque nunca me paralicé, ni siquiera durante el real confinamiento.
Me di cuenta que Sarah Leonor sabía todo y, lo más triste, sentía miedo, un sentimiento que pocos niños con la condición manifiestan. El peligro que representa ese enemigo silencioso llamado Covid-19 se apoderó de su mente y esa era la forma de ella expresarlo. Su inquietud transparentó una inmensa e ingenua expresión de amor hacia mí, yo impotente atiné a tranquilizarla y, en los días que continuaron, a tomar las medidas de lugar.
Con mascarilla, guantes y un frasco de alcohol en la cartera, cerré la puerta de la casa para ir en busca del sustento de ella, su hermana y el mío propio. Ese día, mi mente y corazón libraron una fuerte guerra emocional. Muchas interrogantes surgieron, igual de dolorosas que la de mi pequeña Sarah, pero no tuve de otra que encomendarme a Dios y vivir la «covidianidad» en momentos en que no se hablaba de eso.
Tres meses después, luce más tranquila. Ahora, me hace preguntas como si yo fuera invencible, con la facultad de escapar de esta realidad: ¿cuándo pasará esta situación?, ¿cuándo vamos a salir de nuevo a divertirnos?, ¿cuándo volveré al colegio?, ¿cuándo podré ver a mis amiguitos?, ¿cuándo podré recibir mis terapias en el Caid?, ¿cuándo me llevarás a la playa?….