En la terraza de un bar, dos amigos charlan sobre fútbol y una familia disfruta un café al sol. Después de ocho semanas confinada, Tarragona trata de recuperar cotidianeidad con pequeños gestos que ahora parecen extraordinarios.
«Es muy emocionante, casi como si inauguráramos hoy», reconoce con una sonrisa Raffa Olivier, el propietario del café-heladería que lleva su nombre y que, por primera vez en dos meses, ha vuelto a plantar sus mesas en una amplia plaza de Tarragona (noreste de España).
Esta ciudad mediterránea de 135.000 habitantes, con unas ruinas romanas declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es una de las zonas de España que avanzó este lunes en su desconfinamiento, con terrazas y comercios abiertos y reuniones de hasta diez personas.
Más de la mitad de los 47 millones de españoles disfrutaron este lunes de estos privilegios, si bien importantes ciudades como Madrid y Barcelona, muy castigadas por la pandemia, todavía deberán esperar.
En el casco antiguo de Tarragona, numerosos comerciantes limpian sus tiendas para volver a recibir clientes.
Los camareros montan las terrazas que, al mediodía, bajo un sol abrasador, se llenarían de cervezas y tapas pedidas por grupos de amigos que intentaban no caer en la tentación de abrazarse tras semanas sin verse.
«Después de tanto tiempo encerrados en casa, estamos aquí disfrutando de un reencuentro al solete», explica Marcos Maimó, un joven de 29 años que celebra con un brindis de cerveza el reencuentro con tres amigos.
En su café, Raffa Olivier recibe saludos y enhorabuenas de muchos vecinos, aunque pocos terminan sentándose.
«Hemos decidido jugárnosla. Sabemos que los primeros días, los números no cuadrarán pero estamos convencidos de que tenemos que salir adelante», reconoce Olivier.
La terraza, con la mitad del aforo habitual, no llega a estar llena. Protegido con una mascarilla, Marcos Rodríguez charla con un amigo sobre fútbol, el deporte rey de España, también parado por el coronavirus.
«Cuando llevas tanto tiempo sin hacerlo, algo rutinario se convierte en extraordinario. Te limpia bastante la mente esto de poder volver a la calle, tomar un café con un amigo y hablar de fútbol», afirma este hombre de 41 años.
Para él, el confinamiento ha sido «muy duro». Desempleado, vive con sus padres y ha procurado salir lo indispensable para no ponerlos en riesgo. Además, no podrá ver a su pareja en semanas porque ella reside en Barcelona (100 km al noreste) y tardará más en desconfinarse.
«Todavía hay miedo a coger el virus, a contagiar a la gente que quieres. Pero hay que salir a la calle, hay que volver a vivir», asegura.
«La gente tiene ganas de terraza, tiene ganas de consumir, de crear ambiente y volver a una cierta normalidad, aunque esta no sea igual», celebra Raffa Olivier.
– Cerrados al turismo –
En esta nueva normalidad, las mesas interiores están inoperativas y la terraza solo dispone del 50% de aforo, con una amplia separación entre clientes. Los empleados van con guantes y máscaras y el mostrador está protegido por una mámpara de metacrilato.
Después de cada servicio, los camareros desinfectan las mesas y las sillas y la vajilla se lava a alta temperatura. En esta «nueva normalidad», tampoco hay cartas, sino pizarras con los platos o bien unos menús que se leen con un código QR.
Tampoco será lo mismo para Antonio Pérez, que llama a sus clientas para advertirles de la reapertura de su tienda de moda Les Orenetes.
Solo podrá atender a un cliente y, cada vez que se pruebe alguna prenda, deberá apartarla, pasarla por una luz ultravioleta y bañarla con vapor desinfectante a 180 grados.
«Eso implicará más tiempo y más trabajo» pero igualmente «es una alegría para todos», afirma este dependiente de 60 años y un espeso bigote gris.
No todo son alegrías. En la calle adoquinada que lleva a la imponente catedral, una de las zonas más visitadas de esta ciudad portuaria, pocos son los comercios abiertos.
La tienda de souvenirs de Núria Gironès lo está, pero solo porque han ido a revisar que todo estuviera en orden. «Nosotros hasta junio no abriremos. Ahora no es rentable. Tendremos que esperar a que abran fronteras, hoteles y la gente pueda venir», lamenta esta mujer de 45 años.
AFP