En la década de 1920, una extraña epidemia se cobró la vida de alrededor de un millón de personas y dejó a otros casi cuatro millones más en lo que parecía ser un estado catatónico durante décadas, incapaz de hablar o moverse independientemente.
Eran como estatuas vivientes.
Los pacientes se quedaron así durante décadas, hasta que, a fines de la década de 1960, un experimento médico los «despertó».
El experimento conocido con el nombre de «Despertares» cambió nuestra comprensión de las condiciones neurológicas, y revolucionó la atención al paciente.
Dormidos
Justo después de la Primera Guerra Mundial, en 1917, y hasta alrededor de 1927, la curiosa epidemia se extendió por todo el mundo.
Su origen era un misterio, pero se trataba de una enfermedad que atacaba el cerebro, dejando a sus víctimas sin palabras y sin movimiento voluntario.
«En Suiza, una novia se quedó dormida en el altar; en Francia, ni siquiera los dolores de parto despertaron a una madre», informaba la BBC cuando apenas estaba dando sus primeros pasos.
El conjunto de síntomas había sido descrito varias veces en el pasado, incluso por Hipócrates, el gran médico de la Antigua Grecia, que lo denominó «lethargus» y lo detalló diciendo: «fiebre, temblor, gran debilidad física con conservación de la inteligencia, que afecta a individuos mayores de 25 años, sobre todo en épocas frías y que puede generar la muerte por pulmonías terminales».
En el albor del siglo XX y también de la neurología como disciplina científica, la enfermedad recibió el nombre de encefalitis letárgica o «enfermedad del sueño», y quien escribió el manuscrito más preciso sobre ella fue el austríaco Constantin von Economo.
«…desde Navidad, hemos tenido la oportunidad de observar una serie de casos en la clínica de psiquiatría que no satisfacen los criterios de nuestros diagnósticos habituales. A pesar de ello, muestran una similitud en la forma de inicio y su sintomatología que nos fuerzan a agruparlos en una sola entidad clínica», escribió el médico.
Quienes sobrevivieron quedaron congelados en el tiempo, atrapados en cuerpos casi sin vida durante años.
«¿Habrá alguien vivo adentro?»
En 1966, Oliver Sacks, un joven neurólogo británico, llegó al Hospital Beth Abraham en el Bronx, Nueva York, donde había decenas de pacientes con encefalitis letárgica.
«Nunca había visto algo así: tantos de esos extraños pacientes inmóviles, a veces aparentemente congelados en posiciones raras, y uno se preguntaba: ¿qué está pasando? ¿habrá alguien vivo adentro?», le dijo Sacks a la BBC en los años 70.
Saks comenzó a observar a sus nuevos pacientes y notó que había signos de conciencia… particularmente cuando una ayudante en el hospital tocaba el piano para los residentes.
«Lo que vio es que si ella tocaba una melodía, algunos se levantaban y bailaban. Así que había algo de la música que penetraba y estimulaba su sistema motor hasta el punto de ponerse en acción… Y le pareció asombroso: no podía entender cómo era posible», recuerda la doctora Concetta Tomaino, directora y cofundadora del Instituto de Música y Función Neurológica en Nueva York.
Una solución musical
En la década de 1970, Tomaino recién comenzaba su carrera en musicoterapia, que en ese entonces era una nueva área de investigación.
«Oliver Sacks me escribió una nota en la que decía: ‘Cada enfermedad es un problema musical, cada cura, una solución musical’.
«Despertó mi curiosidad y pregunté quién era, y la gente me dijo: ‘Es un loco británico excéntrico que escribe las notas médicas más sorprendentes; deberías conocerlo'».
Connie Tomaino y Oliver Sacks comenzaron una asociación laboral que fue pionera en la musicoterapia y los efectos neurológicos de la música.
«Los pacientes parecían catatónicos, parecía que estaban en un estado semivegetativo pero cuando los acercaba a la música, veías que estaban mentalmente presentes: podían tocar el tambor con ritmo o cantar incluso si no podían hablar».
Un milagro
Antes de que Connie Tomaino llegara al hospital Beth Abraham, Oliver Sacks había comenzado un experimento con un nuevo medicamento que se usa para tratar a las personas con la enfermedad de Parkinson.
Pensaba que la «enfermedad del sueño» podía ser una forma extrema de Parkinson. Les dio el medicamento, L-Dopa, y los efectos fueron en algunos casos inmediatos, y dramáticos.
«Lola había pasado décadas en estado catatónico y su despertar ocurrió en segundos. Saltó de la silla y empezó a conversar. Fue una escena increíble y yo dudaría de mi propia memoria, de no ser porque está respaldada por lo que todos los demás recuerdan», recordó Sacks.
Parecía un milagro. Los pacientes del doctor Sacks podían hablar, caminar y sentir alegría de nuevo.
«La atmósfera del pabellón en el hospital era como la de un carnaval, una fiesta. Era un sentimiento de euforia: la gente se enamoraba, quería salir y hacer cosas, explorar el mundo. De verdad había una sensación de magia y milagros… y probablemente una expectativa algo alarmante», contó el neurólogo.
Muchos habían contraído la enfermedad del sueño cuando eran niños, y se habían despertado como adultos de mediana edad y en un mundo completamente distinto.
«Cuando lograron entender cuánto tiempo había pasado, se sintieron casi atemorizados y estupefactos. Algunos estaban amargados por haber perdido tanto tiempo, pero la mayoría quería vivir cada segundo que tenían», le dijo a la BBC Tomaino, y añadió, riendo: «A veces eso era todo un desafío para el personal del hospital».
Sacks, por su parte, «se sentía muy responsable de ellos y a veces se preguntaba si había hecho lo correcto, porque ¿quiénes eran ahora que estaban despiertos?», señala la terapeuta.
Fin de la magia
La euforia fue de corta duración. La L-Dopa comenzó a perder su efecto. Después de unas pocas semanas, en algunos casos, el medicamento dejó de funcionar y la salud de los pacientes del doctor Sacks se empezó a deteriorar.
Algunos retuvieron más funciones que otros, pero ninguno volvió a recuperarse por completo.
Durante ese breve período del despertar, Sacks había alentado a sus pacientes a describir cómo había sido vivir en un limbo inmóvil; sus testimonios más tarde fueron invaluables para comprender muchas afecciones neurológicas.
Tomanino fue una de las que leyó los diarios que escribieron.
«Describían lo horrible que era el cuidado cuando estaban incapacitados, y eso me ayudó cambiar la forma en que los tratamos».
Y la música siguió siendo una solución.
«Recuerdo a una paciente, Lola, a quien le encantaba cantar y bailar. Pero cuando se desmejoró, no tenía control de su lengua ni sus manos. Sin embargo, cuando tocaba el tambor y podía llevar el ritmo con la voz, lo hacía tan bien que lo disfrutaba y terminaba siempre riéndose a carcajadas.
«Lilian era un poco más autista y lo que le gustaba era el aspecto más intelectual de la música. Le encantaba Rachmaninoff y cuando lo escuchaba, movía sus dedos como si estuviera tocando piano».
Lo que Connie Tomaino y Oliver Sacks estaban descubriendo por medio de la investigación práctica y la observación era innovador, pero en ese momento algunos científicos lo trataron con escepticismo.
«En la década de 1980, los neurólogos no creían que alguien pudiera recuperarse de una lesión cerebral, y sin embargo, nosotros podíamos ver los cambios ante nuestros ojos».
Investigaciones posteriores han demostrado que la musicoterapia puede mejorar e incluso ayudar a reparar el daño cerebral.
«La música es tan compleja -tono, ritmo, patrones complejos de sonidos ocurriendo simultáneamente-, si ves el cerebro cuando está escuchando una melodía, muchas de sus redes se excitan y esas redes son compartidas por otras formas de funciones cognitivas.
«Esa es la belleza de la música: permite que algo de esas funciones del área en la que ocurrió el daño retorne», declara Tomaino.
Oliver Sacks publicó varios libros, incluso uno llamado «Los despertares». Murió en 2015., Connie Tomaino se convirtió en una líder internacional en musicoterapia.
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