Margarita Cedeño de Fernández
Lo que está pasando en Chile sigue llamando la atención de todos los que damos seguimiento a los temas políticos, económicos y sociales de la región. No llama la atención por el vandalismo y la violencia que han ensombrecido su capital y otras ciudades, porque si algo no ha podido hacer el desarrollo económico, en ningún país, es dar al traste con quienes se aprovechan del descontento social para generar caos y anarquía. Tampoco llama la atención por la reacción de los estamentos de poder, que han reconocido su incapacidad para interpretar en su justa dimensión lo que estaba sucediendo en el país.
Lo que preocupa es el hecho de que la realidad social de América Latina y El Caribe parece ser tan sólo la contraposición entre dos modelos políticos: el modelo neoliberal, que no es más que la evolución del consenso de Washington versus el modelo bolivariano.
Los distintos certámenes electorales que hemos observado en la región demuestran la polarización de las sociedades. Un conjunto de ciudadanos está convencido del poder de una economía libre, mientras que otra parte aspira a una economía que no esté basada en las leyes de la oferta y la demanda.
Es también el enfrentamiento entre dos modelos de Estado distintos, uno que ofrece igualdad de oportunidades, sin garantizar un resultado para cada ciudadano, mientras que el otro favorece la igualdad de oportunidades, pero prometiendo a los ciudadanos la misma calidad de vida y la redistribución de las riquezas. Ya no hay una tercera vía.
A pesar de la importancia del debate entre ambos modelos, y más allá de las bondades y dificultades de uno u otro, lo lamentable es que no exista entre los dos modelos un consenso para combatir la desigualdad social, que al final de cuentas, es la base en la que se sustenta la realidad que vive hoy en día nuestra región, la más desigual del planeta, cuyas consecuencias estamos viendo en el caso chileno.
Resulta paradójico que toda América Latina coincida en la injusta distribución de las riquezas, sin embargo, se nos hace tan difícil coincidir en la necesidad de combatirla y en cómo enfrentarla.
Es frustrante para los ciudadanos ver la facilidad con la que se ajustan las normativas cuando se busca impulsar un sector económico, mientras que, por el contrario, toma años, sino décadas, ver ajustes en los temas sociales, como las pensiones, la seguridad social y los beneficios fiscales para las clases menos pudientes.
Los ciudadanos tienen la razón al momento de manifestar su decepción al observar como los ajustes presupuestarios siempre afectan a las mayorías, a pesar de la vulnerabilidad a la que se enfrentan, mientras se protegen las grandes riquezas, que si bien son las que mueven la economía, no menos cierto es que sus mecanismos de protección ante choques económicos es mucho mayor y, por ende, son más resilientes ante cualquier eventualidad.
También tienen la razón las mayorías en toda la región, al manifestar tanto aprecio por la democracia, a la vez que cuestionan la política y las instituciones, en la medida en que estas últimas han dejado de responder con legitimidad a las aspiraciones sociales, que son la razón de su existencia. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, ha dicho recientemente que hay una especie de “divorcio entre la ciudadanía, la política y los políticos”, una realidad que se repite en todos los países de la región.
Ahora bien, la política es el arte de responder a las aspiraciones sociales. Si desde la política no se comprende que la raíz de los problemas sociales está en la desigualdad en la distribución del bienestar y que los ciudadanos han comprendido que tienen en sus manos el poder de reclamar que esta realidad sea enfrentada con mayor determinación, tanto por el Gobierno como por los demás entes de la sociedad, entonces se va a seguir erosionando la relación entre los políticos y la sociedad. Sin un consenso sobre la desigualdad que se vive en nuestros países, preparémonos para la erosión de la cohesión social y los conflictos que eso trae consigo.