El periódico español El País trae una interesante radiografía de la literatura dominicana de la cual dice tiene más peso creativo que editorial. Aquí la reproducción completa
Es una venda de azulejos negros tapando los ojos y una boca abierta con los dientes dorados. Detrás de la escultura está el mar Caribe. De niño, el poeta Frank Báez (1978) se bañaba en esta playa pegada a la carretera donde en 1961 mataron al dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo, y recuerda que los adultos le decían que tuviera cuidado: “Si tú te metes por ahí, te va a venir su fantasma”.
El fantasma del caudillo quizá más estrafalario y homicida de Latinoamérica sigue recorriendo también la literatura casi 60 años después de su muerte, culpa en gran parte de dos obras mayores, La Fiesta del Chivo (2000) y La maravillosa vida breve de Óscar Wao (2007), las más vendidas en el país pese a estar escritas las dos fuera de la República Dominicana. La segunda isla más grande del Caribe —10 millones de habitantes— tiene un mercado del libro diminuto y sin apenas músculo editorial, desde donde despegan hacia el extranjero cada vez más nombres emergentes en la escena internacional, continuando con una larga tradición de dialogo entre voces de dentro y de fuera.
A Trujillo lo acribillaron 27 balazos en este arcén de la carretera. Junot Díaz, el escritor dominicano de más éxito, migrante desde los seis años y nacionalizado estadounidense, narró el episodio a cámara lenta, como si fuera una de esas escenas congeladas de Matrix. Está en un pie de página de las andanzas de Wao, un regordete fanático de la ciencia-ficción que lucha por no convertirse en el “único varón dominicano de la historia que morirá virgen”. Mario Vargas Llosa, por su parte, recordó la última frase que la leyenda atribuye a uno los ejecutores antes de rematar al Chivo en la cara: “Ya este guaraguao no come más pollo”.
Dos décadas antes, otra novela sobre los últimos dos años de dictadura, Sólo cenizas hallarás, del diplomático y residente muchos años en España Pedro Vergés, tuvo un fuerte impacto al ganar en 1980 el Premio de la Crítica en España. Y hoy, entre los títulos de ficción más vendidos de la principal librería del país, otra obra con el telón de fondo de las tres décadas de trujillato: La reina de Santomé, de Guillermo Piña-Contreras. Los golpes de la dictadura —prolongada por Joaquín Balaguer, impuesto por EE UU en los setenta— fueron los responsables del alejamiento definitivo del país por parte de Pedro Henríquez Ureña, mano derecha de Vasconcelos en México, maestro de Borges o García Márquez; así como directamente del exilio del presidente-escritor Juan Bosch, las dos figuras tutelares a quien está dedicado el programa dominicano de la Feria del Libro de Madrid, inaugurada el viernes.
La diáspora, la sombra de Trujillo y lo fantástico —lo mágico, esa pegajosa etiqueta asociada tantas veces al Caribe— son algunas constantes en espiral que explican el devenir de la literatura dominicana. “Es como un pozo negro, como si el tiempo no pasara y todo lo que estamos viviendo ahora se explicara desde ahí. Y en parte sí, pero a mí me parece más interesante llevarlo hacia otra dirección”, dice Báez, cuentista y cronista además de poeta, único autor dominicano en ser incluido en la última lista Bogotá39 del Hay Festival británico y con un reciente poemario publicado por Seix Barral.
Magia pop
En otra dirección se encaminó el propio Junot Díaz, ganador del Pulitzer de novela en 2008 con su Óscar Wao y considerando “un referente”, “una inspiración”, “la estrella polar de nuestra literatura” por algunos de los autores jóvenes dominicanos. Su Trujillo es presentado como el eslabón de una maldición ancestral de la isla —“era un promotor, un sumo sacerdote del fukú”—, pero a la vez es comparado con Sauron, el gran villano de El señor de los anillos. Del realismo mágico al mundo fantástico pop.
“Trujillo es nuestro Rey Arturo, en torno a su figura hay ya un género. Y a las editoriales les encanta una buena novela de dictadura”, dice Rita Indiana (1977), una de las autoras emergentes de más proyección internacional. Para Miguel D. Mena, director de CieloNaranja, editorial independiente con más de 30 años de recorrido, “lo que más se ha exportado de la República Dominicana tradicionalmente ha sido lo muy trágico o lo muy frívolo”. Un péndulo que oscilaría entre los horrores de la dictadura —los asesinatos políticos, el perfil de depredador sexual de Trujillo— y el cliché exótico del latin lover caribeño, representado por Porfirio Rubirosa, miembro de la jet-set internacional de los años cuarenta, y al que hasta Truman Capote llegó a loar en un texto sus supuestas proezas eróticas.
“Nosotros nos alejamos decididamente de todo eso, aunque sí está presente el arquetipo masculino que quedó implantado con Trujillo [obsesionado con la ropa y atusado con polvos de talco en una mezcla de vanidad y racismo para blanquear su piel morena], que se va a parecer más al marine de EE UU que al caballero colonial español”, apunta Rey Andújar (1977), novelista y profesor universitario en Chicago. Así sería el padre de Wao en la novela de Junot Díaz: un macho militar, cuarentón y musculoso, coqueto rozando la afectación, a la vez que rígido, estricto y machista. O incluso el padre mafioso de la protagonista de la novela Papi, de Rita Indiana, que “es como Jason, el de Viernes 13. O Como Freddy Krueger”, y que a la vez tiene “removedor de esmalte y limas y piedras de pómez y cremas hidratantes y aceite de cacao y aceite Johnson”.
“Mi generación, que vivió en los noventa, está obsesionada con la ciudad y con la cultura popular, con la música, el cine y el arte contemporáneo. Es una literatura que mira más hacia los beatnick que al boom latinoamericano”, añade Indiana, que en 2015 fue finalista del Premio Vargas Llosa por su novela La mucama de Omicunlé. Para Andújar, el trabajo de su compatriota estaría “más cerca de la obra de Basquiat y su mezcla bolero de Ravel, Picasso y hip-hop, que de García Márquez”.
La ruptura con la tradición de los narradores nacidos a finales de los setenta no es tan nítida en las generaciones anteriores. Ángela Hernández (1954), premio Nacional de Literatura, considera que la influencia de Trujillo en la literatura es “una sombra que no se elige”, y que ella ha recogido, por ejemplo, en una novela ambientada al filo de los sesenta en un pueblo aislado de la montaña al norte del país: Mudanza de los sentidos, publicada en España por Siruela. El componente mágico también está presente en sus obras. “Está en mi literatura porque está en mi imaginación y en mi memoria. Mi mamá solía hablar de su hermana muerta, que era curandera del pueblo, como si estuviera viva. Yo recupero ese tiempo de imágenes para mis cuentos”. Pedro Antonio Valdez (1968) pone a dialogar lo mágico con lo real con cortes más tajantes, como en Carnaval de Sodoma (Alfaguara), donde por el río de una provincia dominicana aparece Marco Polo.
La nueva magia del Caribe se parecería en todo caso más a un glitch informático que a los fantasmas, mientras que el dinero y las finanzas representarían los embrujos más poderosos en tiempos de turbocapitalismo. “Somos hijos de una generación de dominicanos a los que los noventa agarra sin un peso en el banco con las privatizaciones y se produce una reconfiguración de la sociedad. Había gente negra que conservaba dinero de la dictadura y por otra parte las remesas empiezan a también a crecer. Las divisiones de raza empezaron a mezclarse”, dice Rey Andújar. Su novela Candela (Alfaguara) bucea en las intersecciones de una migrante haitiana, la hija de un político dominicano y un policía mestizo con acceso a ambos mundos. El año que viene se estrenará una versión cinematográfica de la novela y, de momento, ha vendido 8.000 ejemplares, un cifra media-alta en la isla.
Vacío editorial
Con 70.000 y 50.000 ejemplares, La Fiesta del Chivo y La maravillosa vida breve de Óscar Wao siguen siendo las dos obras más vendidas en el país, según cifras tentativas de Ruth Herrera, directora de las ferias nacionales del libro, dependiente del Ministerio de Cultura. No existen datos oficiales de ventas ni de publicaciones en el país. “El gran problema es la educación, no tenemos un verdadero fondo de lectores con formación y poder adquisitivo para alimentar el mercado. Por otro lado, tampoco hay incentivos para la industria editorial ni para el consumo”, añade Herrera.
La feria de Santo Domingo, con 22 años de historia, sí cuenta con una considerable influencia regional. “Es la principal actividad cultural del país y la mayor feria del Caribe y Centroamérica. Por volumen y calidad, por aquí han pasado Carlos Fuentes, Sergio Pitol, Ana María Matute”, apunta Hernández. En la edición de este año participaron 38 editoriales de 10 países, especialmente volcadas en Cuba y Puerto Rico.
Las librerías en la capital no llegan a la decena y el panorama de bibliotecas tampoco es muy alentador: 230 en un país de 10 millones de habitantes. “La República Dominicana es un lugar muy árido para la literatura. No hay editoriales de relevancia en la isla. Y la mayoría de los autores de mi generación nos fuimos a México, a EE UU, a España; la mayoría de las veces por un tema económico, pero también por claustrofobia”, apunta Indiana, que vive en Puerto Rico. Las editoriales independientes que dan el primer vuelo a los autores jóvenes, como CieloNaranja o Ediciones De a Poco, también están fuera del país y dentro se limitan a imprimir, pocas veces más de 500 ejemplares.
No siempre fue así. En la década de los dos mil tuvo presencia en la isla la colombiana Norma y la multinacional española Santillana, facilitando mayores vías de distribución para los autores dominicanos. Pero con la venta de la división de literatura a Ramdom House, Alfaguara y el resto de sellos salieron de la isla en 2014. Valdez, que llegó a vender 8.000 ejemplares de Carnaval en Sodoma, y que también contó con una versión cinematográfica de la mano de Arturo Ripstein, recuerda la sensación de desamparo: “Nuestros libros se quedaron en un almacén en México”.
Un país de poetas
Desde el siglo XIX, la República Dominicana ha sido conocida sobre todo por los poetas: Salomé Ureña, José Joaquín Pérez o Gastón Fernando Deligne.
“Siempre se dice que somos un país de poetas”, subraya José Mármol (1960), ganador prácticamente de todos los premios literarios de la isla; traducido al inglés, al francés y al italiano, y responsable de una reciente antología de poesía dominicana del siglo XX en Visor, donde ha publicado también varios poemarios propios. “Partimos”, añade Mármol, “de una fuerte tradición modernista.
Aquí Rubén Darío se conocía y se publicaba en revista antes de su icónico Azul, de 1908. Y durante las vanguardias, por ejemplo, el manifiesto futurista nos llegó pocos meses después de ser publicado en Europa”.
Entre los poetas más jóvenes también destaca un sabor urbano y contemporáneo. “Lo urbano en mi poesía es un artificio. Intento utilizar los elementos del paisaje que mejor conozco —la isla, el mar, la ciudad a medio hacer, sus cables que cuelgan como tripas de los postes eléctricos— para reflexionar sobre el mundo en el que vivo. Para el escritor que crece en una isla, especialmente una del Tercer Mundo, es casi imposible que el entorno no permee su forma de usar el lenguaje”, apunta Alejandro González Luna (1983), residente en España y con un reciente poemario temático sobre la insularidad publicado en Pre-Textos: Donde el mar termina, premio Emilio Prados.
El trabajo poético de Frank Báez aspira a insertar el propio lenguaje en el contexto dominicano. Una tarea basada en cribar “libros y referencias donde pasan historias que no se parecen a la del entorno de uno” y que le ha empujado a una cierta orfandad. Pero a la vez a “una gran libertad para crear lo nuevo, para convertirte en explorador y lanzarte a buscar formas novedosas y un lenguaje que de pronto comprendes que siempre lo llevabas contigo, pero que no te atrevías a usarlo porque no salía en libros o en películas y pensabas que era vulgar o nada literario”.
Algo parecido le sucedió hace muchos años a Josefina Baez (1960), sin tilde, migrante a EE UU en los setenta y precursora del uso del spanglish que Yunot Díaz ha homologado y elevado a las alturas. “Me decían que eso no era literatura. Pero cuando alguien como Junot, de las grandes ligas, batea en una de tus bases, es que hay algo”. Báez, con tilde, está trabajando últimamente en un texto sobre el barrio donde se crío, Los Kilómetros, la zona pegada a la playa donde mataron a Trujillo, el lugar donde sus mayores veían fantasmas.