Petra Saviñón Ferreras
La ignorancia es atrevida. Esa frase tan corta, tan precisa, tan dueña de una gran verdad nos desnuda tanto, nos retrata en nuestras miserias, en nuestras debilidades, en ese afán por ocultar que sabemos menos de los que hacemos creer.
Es ese querer que los demás constaten nuestra “erudición” el que nos hace caer en tantos hoyos, el que nos pone debajo de las patas del caballo, el que impide que en lugar de zafarnos nos hundamos más.
El que mete la pata y la saca a tiempo queda bien, dice un viejo refrán, pero el que persiste en dejarla en el fango condena su existencia a la pobreza más abyecta, la de espíritu.
Esa que nos lleva incluso a intentar reducir, a descalificar cuando ya no contamos con argumentos sólidos para rebatir al oponente.
Entonces, hasta inventamos los más variados disparates para tratar de seguir a flote, de que nuestras brazadas de desesperados frenen el ahogo.
Ocurre cuando no debatimos para aportar ni para enriquecernos, cuando lo hacemos para probar al otro que sabemos más, que tenemos una formación mayor a la que en realidad poseemos.
Pero como de cualquier yagua vieja sale… de repente la persona que creemos menos capaz de respondernos, de tumbarnos las falsas verdades, es la que nos descubre desposeídos de esa sabiduría que presumimos.
Los que temen revelar su desconocimiento en algún área pierden la oportunidad de aprender, de adquirir preciso eso que esgrimen como bandera, cultura general. Qué torpes, qué pequeño su universo.