En conexión
Joseline Feliz Javier
La contaminación sonora o auditiva es un fenómeno común de estos tiempos, pese a ser un tema del que casi no se habla y del que apenas somos consciente.
En un estudio reciente leí que son muy pocas las ciudades que han desarrollado verdaderas campañas para disminuir y concienciar a la gente sobre los efectos negativos que este produce, afectando la salud auditiva, física y mental de los habitantes. Nuestro país que tanto lo necesita, no es la excepción.
Estamos tan invadidos con el murmullo cotidiano, característico de las zonas urbanas, como es el agobiante tráfico vehicular, el uso indiscriminado de las bocinas en los automóviles, el alto volumen de la música de fondo en los ambientes públicos y privados, en fin… todo en su conjunto se convierte en una verdadera amenaza para nuestro bienestar.
La Organización Mundial de la Salud (OMS) advierte sobre la pérdida de la capacidad auditiva ante la exposición prolongada al ruido a largo plazo. No deja de resaltar que, además provoca ansiedad y estrés; pero sobre todo, no favorece esa necesaria introspección que nos ayuda a estar en armonía con nosotros mismos, no nos deja escuchar lo que sale desde el alma , ni disfrutar ese susurro encantador que como gotas de lluvia fresca cae desde cielo.
Evadiendo el diálogo interno
En ocasiones, pareciera que no pudiéramos estar en silencio por un tiempo prolongado, como si necesitáramos siempre una música de fondo. Es probable que estemos evadiendo el diálogo interno que habitualmente tenemos. Me refiero a la voz de nuestros pensamientos que, dependiendo del ímpetu, pudiera incluso superar todo bullicio exterior.
Pero vamos a estar claros, no siempre el silencio es ausencia de sonido. En nuestro interior habita un océano en ebullición compuesto a veces de aguas
dulces y aguas amargas; suele crecer y alimentarse de lo que creemos, de lo que escuchamos, de lo que vemos y de lo que sentimos.
‘Y con tanto ruido no se oyó el ruido del mar’, dice la canción del cantautor español Joaquín Sabina, refiriéndose al silencioso ronroneo de nuestras historias que abundan día y noche en la mente, martillándonos entre otras cosas, los muchos fracasos.
El mundo moderno ha hecho que como persona nos programemos para tener toda clase de entretención, alejándonos cada vez más de lo espiritual. Es muy frecuente el anhelo de muchos por escuchar la voz de Dios. Inclusive, a veces se piensa que a Él no le interesa hablarnos o que ese privilegio está preservado solo para unos pocos. Pero la verdad es que: ¿Cómo nos va a hablar? y ¿Cómo vamos a escuchar?, si estamos en medio de tanta algarabía, tan envueltos en la rutina cotidiana, que se nos olvida ese valioso tiempo para hablar con Dios.
A propósito, comparto esta cita de un interesante artículo escrito por el sacerdote español, Juan Ramón Domínguez Palacio, titulado ‘Un susurro en el alma: El silencio de Dios’, en el que afirmó lo siguiente: “El silencio es a menudo el «lugar» en el que Dios nos espera: para que logremos escucharle a Él, en vez de escuchar el ruido de nuestra propia voz”.
Si nos detenemos un momento a pensar en el silencio como un valor que nos aporta, seremos mucho más diligentes en procurar el beneficio que este estado proporciona. De vez en cuando desconectemos los sentidos, apartémonos de las distracciones, para así deleitarnos en la poderosa y celestial armonía que produce El Sonido del Silencio.
Por tanto, recordemos siempre lo que sabiamente dijo Walter Riso: “Es en el silencio cuando hacemos contacto con lo que verdaderamente somos”.